Despertar cada mañana ansiosa, con una extraña presión en el pecho. Levantarte sin mayor expectativa de lo que será tu día. Comer con desgano, si acaso. Navegar en las redes sociales tratando de sentirte un poquito más conectada a ese mundo que siempre conociste y que ya no está más.

Sé que todas saben lo que es extrañar, pero esta vez lo duro es que lo que extraño es TODO. Esa vida entera, plena y feliz que dejé atrás al mudarme a Barcelona, con mi hoy marido.

Si lo conocieran, quizás dirían muchas que estoy loca. Vamos, que es el hombre perfecto para mí. Me cuida, me hace reír y me mima en todo. La vida a su lado es cálida y reconfortante. Llegó como enviado del cielo (mi papi acababa de fallecer, y aun pienso que él “me lo mandó”) para cambiar mi mundo, para llenarme de ilusión, para amarme de una forma que yo no conocía.

Así que no me malentiendan. No soy infeliz.

Pero teniendo alguien tan maravilloso con quien compartir mis días, me agobia no poder decir tampoco que soy feliz.

Yo dejé el Perú de forma definitiva hace casi 1 año (antes había vivido dos temporadas de unos 10 meses cada una en Madrid, en el 2009 y luego en el 2013, por estudios), luego de casarme en Lima en agosto de 2015.

Cuando conocí a mi esposo en Madrid, en el 2013, yo estaba segura que estaba dispuesta a todo por él. No me daba miedo dejar mi vida, mi familia, mis amigos, mi casa, mi trabajo, mi futuro profesional. Mi vida era increíble allá, no me faltaba nada, pero llegó él y se convirtió en mi prioridad. Y es así como con 28 años (hoy tengo 30), tomé una decisión. Casarme, mudarme y volver a empezar.

Pero las cosas están siendo mucho más difíciles de lo que pensé. Yo ya había vivido fuera antes, había viajado por el mundo innumerables veces, y jamás me costó adaptarme. Al contrario. Eso de extrañar no era mi estilo. Pero creo que la razón es que en todas esas ocasiones, yo siempre sabía que iba a volver. En cambio, esta vez metía mi vida en 3 maletas y me iba al otro lado del océano a quedarme ahí.

Desde que llegué no he dejado de hacer trámites: que el empadronamiento, que el seguro, que el NIE, que el libro de familia, que el canje de la licencia de conducir. Todo lo hice, con calma y buen humor, y pensé que cuando eso acabara estaría más tranquila.

No fue así.

Hoy sigo pensando día y noche qué hacer con mi vida aquí. Después de incontables intentos por homologar mi título de abogada, entendí que no iba a ocurrir. Que por los recientes cambios normativos en la materia en España, que no describiré aquí,  si quería ser abogada tendría que estudiar nuevamente la carrera, luego el master, luego el examen nacional…todo lo que ya hice durante más de 7 años en mi país. Con 8 años de experiencia como abogada en despachos importante y tratando con clientes del mundo, de ninguna manera iba a volver a estudiar para luego pasar largas temporadas de becaria y trabajar por 500 euros.

Creo que acepar que ya no era una abogada exitosa sino una ama de casa fue una de las cosas más duras para mí. No porque encuentre nada malo en ser ama de casa (amo cuidar mi casa y cuidar a mi marido y cuidarme a mi), pero es una frustración enorme saber que dediqué mi vida a estudiar y esforzarme y trabajar 12 horas diarias hasta lograr becas completas de estudios y puestos de trabajo importantes, y que aquí no valga nada. Saber que mis papás gastaron una millonada en pagarme los mejores estudios, para nada.

Pero como todo en esta vida, lo acepté y lo superé. Y una vez superada esa crisis me puse a pensar en que otras opciones tenía para trabajar, pues quedarme encerrada en casa no lo veía como una opción. Y ahí me vino a la mente mi hobby, mi alegría: la decoración y las manualidades.

Por eso es que decidí que tendría que hacer algo propio y fundé Pink & Mint, un pequeño proyecto que inicié como pasatiempo en Lima y que esperaba fuera mi válvula de escape en Barcelona. Y en eso estoy. Felizmente tengo muchos ahorros y mi marido un trabajo estable por lo que el tema económico no es un problema, y puedo jugar un poco al “prueba y error”. Pero todo va muy lento. No conozco gente en España ni a la sociedad española y eso me pasa factura.

Y mientras sigo en frente al monitor casi todo el día, sola muchas horas, pensando y pensando cómo hacer para sentirme en casa nuevamente. Para convertir a Barcelona en mi hogar.

Y miro fotos de las reuniones familiares en Lima, de los fines de semana que siguen pasando mis amigos en la playa, de las parrilladas en la terraza celebrando simplemente que salió el sol, o que es lunes, o que es diciembre o que se yo. Todo es allá un motivo de celebración, de fiesta y alegría.

Y yo aquí. Sintiéndome tan sola. La vida de pareja es increíble, pero cuando una está acostumbrada a una vida social intensa, con todo lo descrito arriba, esa ausencia también duele. Y sumado a que la familia de mi marido no vive acá, ni sus amigos de toda la vida (pues él solo llegó a Barcelona por trabajo), pues eso contribuye a sentir que somos dos ermitaños en medio de una ciudad tan vibrante como Barcelona.

Obvio no vivimos encerrados. Salimos, bailamos, comemos, bebemos. Mi vida es buena e intento vivirla de la forma más intensa posible. Pero la procesión va por dentro. Y la presión en el pecho de estarme perdiendo momentos tan felices con todas las personas que amo, cada vez es más fuerte.

Y sé que mi esposo se iría a Lima sin pensarlo si se lo pido. Pero no es justo tampoco. Yo le dije que yo me mudaría, que a mí no me importaba. Cuan equivocada estaba.

Katia Torres