Entro en casa y dejo las llaves en el mostrador de la entrada, me quito el abrigo, los zapatos de tacón y cierro con un leve suspiro. Voy a la cocina a servirme una copa de vino (sí, otra más) y me tumbo en el sofá. Aunque me siento cansada (y algo derrotada) me siento feliz de estar en casa, de que la noche haya terminado y de que por fin, puedo relajarme.

Como muchas otras noches, vengo de una cita, que ha sido (como muchas otras noches): terrible. Me masajeo mis doloridos pies, maltratados para una causa perdida e intento quitarme de encima esa sensación de incomodidad para volver a sentirme un poquito más yo misma. Trato de entender cómo ha podido ir todo tan mal. Cómo he podido fijarme en alguien con quien obviamente no tengo nada en común, y que siendo sincera, no me atrae lo más mínimo en las distancias cortas. Y como decía el mayordomo  del gobernador Ratcliffe en Pocahontas, me digo: “y eso que me venía muy bien recomendado”.

Y entonces,  te  preguntas cómo tu vida amorosa ha podido convertirse en ESTO. Y en mitad de analizar otra desastrosa cita, con sus conversaciones banales, sus momentos incómodos, sus preguntas fuera de lugar, recuerdas, de repente, a aquel chico que fue tu primer amor. Ese chico por el que te levantabas e ibas a clase cada día con una sonrisa. Ese chico que al terminar la jornada te acompañaba hasta la puerta de tu casa, con el que siempre estabas charlando, de cualquier cosa, de nada en particular, y al que podías contarle todo. Ese chico que leía a Bécquer y que un día, muerto de vergüenza, te pidió con las mejillas algo sonrojadas y con la voz algo turbada, si podías leer un poema que había escrito, y tú, con el corazón lleno de felicidad, latiendo a mil por hora, leías esas líneas que hablaban de una chica de labios rojos que se moría por besar algún día.  Ese chico con el que no te costaba pasar el rato, del que no te importaba si su ropa estaba bien planchada o su pelo perfecto. No te importaba qué quería ser de mayor y si tenía un trabajo con una buena nómina, sólo querías saber si le gustaría recorrer el mundo, y si quería hacerlo contigo. Y a él no le importaba tu peso, ni si eras más alta o más guapa que su ex, ni pretendía llevarte a la cama (como mucho en sus más tórridos y secretos sueños, supones), ni te hacía comentarios e insinuaciones que te hacían sentirte incómoda, ni te miraba de forma lasciva, porque te miraba a los ojos, y te veía a ti.

Y ahora te preguntas qué habrá sido de aquel chico y piensas buscarlo entre tus contactos de Facebook, pero desistes, porque la persona que encontrarás ya no será ese chico. Aunque te preguntas si él también tiene citas horribles o si ha encontrado a alguien o si sigue escribiendo poemas. Puede, ojalá. que solo los escribiera para ti.

Te parece mentira que después de tantos años, tantas experiencias vividas, tantos momentos buenos y malos, sientas esa nostalgia por aquel momento, aquella relación, aquellos sentimientos. Y te preguntas el porqué, por qué narices no puedes encontrar a alguien con quien ahora te sientas ni la mitad de enamorada, cómoda y feliz. Con quien te sientas TANTO tú misma.

Dejo la copa en la mesita, y saludo a mi gato, que se sube a mi tripa y empieza a ronronear, feliz de verme por casa. Vuelvo a suspirar y miro por la ventana, hacia las luces de la ciudad. Y me pregunto si allá fuera habrá algún hombre dispuesto a mirarme y hacerme sentir otra vez feliz, siendo, sencillamente, yo misma.

 

Autor: Marta García Martínez