¿Nunca os han dolido los pies de tanto bailar? De tanto bailar con tantas ganas que las penas se acaban deshaciendo bajo tus pies, porque bailar como si nadie te estuviera mirando es una terapia maravillosa. Pues a mí esa noche de sábado me dolían, pero aún así no podía dejar de bailar. No quería dejar de bailar.

Estaba pasando una noche increíble con mis amigos, con una sonrisa enorme en mi cara, sonriéndoles a ellos, sonriéndole a la vida, y de repente como de la nada apareció él. Justo a mi lado, en medio de la pista. Él, con esa cara tan bella, esa nariz tan perfecta y esa boca que incitaba al pecado. Él, con esos ojos oscuros y esas canas tan atractivas que asomaban en las sienes de su cabeza. Él, con esa sonrisa tan sexy. Ese fue el primer momento de la noche que paré de bailar, no porque ya no tuviera ganas, sino porque todas mis ganas eran para él.

Después de un rato lanzándole miradas furtivas y dedicándole sonrisas certeras me acerqué a él y le dije al oído:

– ¿Puedo decirte algo?

– Claro que puedes.

– Desde que te he visto entrar llevo aguantándome las ganas de besarte.

– Entonces bésame.

Y le besé. Muy despacio, con los ojos cerrados y mis manos entrelazadas con sus manos. Y cuando el beso terminó y los dos volvimos a abrir los ojos permanecimos mirándonos el uno al otro con nuestras caras a escasos centímetros de distancia, ambos con una sonrisa en el rostro que decía claramente que esperábamos que ese no fuera el último beso de la noche.

Nos quedamos cerca el uno del otro, sin separarnos demasiado para no perdernos. Pero en un momento vi que él se alejaba hacia la barra y aún siguiendo en el mismo local, aún sabiendo que él no se iría sin despedirse de mí, reparé en que los seis minutos que estuvo alejado de mi lado le eché de menos. Y me sorprendí al darme cuenta de que se puede echar de menos a una persona a la que acabas de conocer en tan solo seis minutos. Y esos seis minutos echándole de menos fueron suficientes para saber que no podía irme de allí sin él.

Cuando regresó a mi lado me dijo que no era de Madrid, que estaba de visita y que se iba el martes. Durante el resto de la noche no miré el reloj ni un momento, me daba igual qué hora fuera, si ya era mañana o aún era hoy, lo único que me importaba era que aún no era martes.

Pasado un rato nos fuimos juntos. Y llegamos a mi casa.

Hay personas, como él, que son como estrellas fugaces: llenas de magia pero que pasan demasiado rápido por nuestras vidas. Mucha gente opina que es una pena que esas estrellas pasen demasiado rápido; yo soy de los que piensan que es maravilloso haber podido ver una cuando pasa, igual de maravilloso que los tres días que pasamos juntos después de aquella noche; tres días llenos de más besos, de piel y de sonrisas, sin importarnos qué hora ni qué día era, porque lo único que nos importaba era que aún no era martes.

Había momentos en los que nos quedábamos muy quietos, como si no nos atreviéramos a movernos porque si lo hacíamos apresuraríamos la llegada de un nuevo día. Sabíamos que el martes llegaría, pero queríamos creer que si nos quedábamos lo suficientemente quietos a lo mejor pasaba de largo y se olvidaba de nosotros.

Pero hoy es martes.

Ahora mismo él está volando de vuelta a su ciudad y la estela de su estrella aún brilla en mi habitación. Qué putada que se haya tenido que ir ¿verdad? Pero qué bien, joder, que he visto una estrella fugaz. Y lo mejor de todo es que sé dónde ha aterrizado y pienso ir a buscarla.

 

YouTube video