Sí, esto va para ti. Quizás ni siquiera te tomes la molestia de leerlo. Con lo poco que te he importado siempre, no me extrañaría. Hace mucho que me demostraste que en lo único en lo que piensas es en ti.

Me pillé por ti. Como una tonta. De eso que te revolotean mariposas en el estómago y todas esas cosas que ahora me parecen tan estúpidas. Te quise en poco tiempo y estaba completamente segura de que todo lo que quería era hacerte feliz. Me esforcé al máximo, me aprendí todos tus pequeños detalles, tus costumbres, renuncié a lo mío por el simple hecho de poder pasar más tiempo contigo.

Pero tú nunca me quisiste, y no, no te atrevas a ni siquiera pensar que eso no lo sé. He visto la forma en la que él  me mira y ahora entiendo todo mucho mejor. Tú jamás me miraste así. A veces tengo la sensación de que sólo te aprovechaste de mi, me exprimiste al máximo y luego me tiraste a la basura, como un cartón usado.

Fuiste un cabrón. Cambiaste mis mensajes de buenos días, mis te quieros antes de ir a dormir por un par de besos mal dados un fin de semana en cualquier esquina barata. ¿Te compensó? ¿Se preocupa ella por ti en la forma en la que lo hacía yo?

Y ni siquiera fuiste capaz de decírmelo a la cara. Me mentiste. Me trataste mal y me hiciste creer que era culpa mía, que yo no era suficiente para ti. Yo, que había sido sincera con mis sentimientos, que siempre te quise de frente y con el corazón a descubierto y tú que no fuiste capaz de decirme ni un triste «te quiero».

Albergué en secreto la esperanza de que llamaras, de que me mandaras un mensaje, algo que me dijera que todo lo que vivimos, todos los momentos que compartimos para ti significaron algo. Pero sólo había silencio. Silencio y lágrimas, tantas que te juro que pensé que me quedaba seca por dentro. Y no te miento, aún se me sigue encogiendo el corazón al imaginarme lo tonta que tuve que parecerte. Cuánta facilidad para tachar recuerdos.

Decirte adiós ha sido una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer. Cuanto más me dolía, más te seguía. Me había vuelto adicta a las heridas que me ibas dejando. Y así acabé, llena de llagas y yerma, como un río seco que ya no lleva agua. Pero qué fácil fue marcharse en cuanto tuve la valentía de hacerlo. Volver a respirar, reír a carcajadas sin parar porque te sale del centro mismo del corazón. Y fui consciente de la de cosas que me estaba perdiendo contigo.

Tú quédate en Madrid, que ya me ocupo yo de hacerme feliz.