Llamaron a la puerta. Un ramo gigante de flores. Su padre abrió la puerta. «Niñaaaaa, es para ti». Ella salió de su habitación, esa que ha vuelto a ocupar después de separarse de su marido apenas año y medio después de aquella exótica boda junto al mar, una boda en otro idioma que sellaba algo de por vida. Se calzó las zapatillas atropelladamente no sin antes echar un vistazo alrededor. «Como sea otro ramo no sé dónde voy a ponerlo. Voy a morir una noche de estas ahogada…» Toma las flores en sus manos y el olor es como un guantazo de recuerdos. Hacía lo mismo al principio de vivir juntos. Llenaba la casa de flores, promesas y caricias. La llenaba a ella de planes de futuro y en esos planes él seguía siendo romántico, sensible, inteligente y encantador. Diferente. Como ningún otro. Pero pasó el tiempo, no mucho… Y empezó a parecerse al resto. Comenzó a ser quien era realmente. Un día, a saber cuál, todo comenzó a acabar.

 

De pronto estaban frente a frente teniendo la conversación tantas veces buscada por ella y esquivada por él. Hablaron de por qué ya no era el mismo. De por qué quería convertirla en otra mujer. De por qué había pasado de ser divertida, independiente y única a alguien que incomodaba sus planes de vida a diario.

– «¡Te conoció entre gorilas en aquel viaje, coño!», le dice siempre su amiga. «¿Qué esperaba? ¿Qué quiere ahora? ¿Una mujer que le espere en casa con la cena preparada? ¿Ya no le gusta tu atrevimiento? ¿Tu vida? ¿Tu forma de ser, que fue la que lo enamoró?

A saber qué quiere. Ella solo sabe que lo intentó. Intentó poner de su parte, que lo hablaran, que buscaran un termino medio. Pero él se quiso más a sí mismo convencido de que aquella mujer que conoció entre gorilas jamás se marcharía. Qué poco la conocía… La subestimó y ella hizo las maletas. Volvió a casa de sus padres, a su país, a su ciudad. A su vida, aunque ya no fuera ni suya.

Y en la distancia ha seguido intentándolo. Ha seguido amándolo o queriéndolo (ya ni lo sabe). Ha esperado en vano su visita. Durante meses. Se ha hundido. Se ha levantado. Luego a destiempo él ha venido. Llorándole. Pidiendo sin dar nada a cambio. Si a caso dando pena. Aún hay noches que se ahoga su llanto para que sus padres no la oigan. Pero ya son menos y siente que se está curando.

Junto a las flores ha llegado un billete de avión. Ahora le aterra la idea de volver porque no sabe donde retomaría la historia. ¿En el día en que se conocieron entre gorilas? ¿En los primeros besos? ¿O acaso cuando llegó el primer ramo en una casa todavía sin muebles? ¿En el día en que le dijo que la amaría para siempre? ¿O la retomaría tal vez en esos días en los que se sintió tan sola a su lado?

Vuelve a mirar el pesado ramo que sujeta contra el pecho. Un pistilo le ha manchado de polen naranja la camiseta blanca que lleva.

– «Mierda, estas manchas nunca salen». (Qué ironía, exactamente como las del corazón, piensa).

Teme que el olor de las flores le estén embaucando y haciendo perder el sentido. Nada va a cambiar. Nada debe cambiar ya. Se hace tarde en la calle. Es tarde.

 

Está curándose. Esta saliendo de la espiral. Y él no tiene derecho a succionarla hasta el fondo de nuevo. Una parte de ella flaquea. La otra le recuerda que se puede ser feliz lejos de lo que duele. Que debe hacer su vida, esa en la que no hay ramos. Es tarde. Tal vez no lo era cuando lo esperaba y no vino en los primeros meses. Tal vez hace apenas unas semanas cuando se sintió morir y él no estuvo a su lado. Pero anochece fuera. Y ella es consciente de que pronto comenzará el primer mes de noviembre de su nueva vida.

 

(* Escribí esta historia, que es su historia, hace ya algunos años…

ella aún no me ha dado permiso,

pero las heridas a veces hay que curarlas con golpes de realidad.

Con cariño, Marina)