Quizás este follodrama no es de los más espectaculares que leeréis en la web, pero tenía que contárselo a alguien. O eso dicen mis amigas, que se descojonan cada vez que doy detalles.

Ya llevaba hablando con Fer (nombre ficticio) unas cuantas semanas, pero entre vacaciones, problemas familiares y demás, no conseguimos quedar hasta aquel día. Llevábamos calentándonos día sí día también, y lo cierto es que con tanto sexting se me crearon unas expectativas un poco locas del polvo que íbamos a echar.

Cuando le vi me pareció una monería, diría que mejor que en las fotos y me encantó su voz, dulce pero varonil. Me sonrió y el chichi se me hizo Pepsi Cola. Tomamos las cañas de rigor y la conversación fluía. Al fin y al cabo llevábamos semanas contándonos la vida y era como si nos conociéramos de hace mucho.

Ya iba un poco achispadilla cuando Fer se me lanzó y empezó lo bueno. Los dos vivimos con nuestros padres pero el chaval lo tenía todo organizado. Era obvio que aquella noche íbamos a echar un pinchito, y llevaba lista una reserva en un hotel bastante apañado al que nos fuimos a culminar la noche por todo lo alto.

En el ascensor eché mano al pan y aquello ya esta a tope. Entramos por la puerta y directos a la cama sin perder más tiempo. Le bajé los pantalones y le ofrecí el especial de la casa: la chupadita loca, a lo que él respondió sin palabras, levantando el pulgar como un emoji del whatsapp.

Empecé a lamer aquello como un Calippo, entregándome a la causa. Pasaron un par de minutos y él no emitía ni un solo ruido. Ni gemía, ni resoplaba, ni nada de nada, silencio absoluto. Así que subí la mirada para ver qué cara tenía y me lo encontré con la boca y los ojos abiertos como platos mirando al techo casi sin pestañear.

¿Todo bien? – le pregunté con su picha aún en mi mano.

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Y él respondió de nuevo con el pulgar hacia arriba. Pues vaya, me había tocado el chico silencioso.

Que a ver, yo no pido que pegase berridos, pero al menos alguna pequeña muestra de que le estaba gustando el tema, y mirarme un poquito a mi y no al gotelé del techo.

A lo mejor era que mi chupadita loca no era de su agrado, así que me puse a cuatro patas y esperé a que saliera el empotrador que me dijo que llevaba dentro. Me agarró con delicadeza, me metió lo que yo percibí como la puntita, y a los 20 segundos me dijo: espera, creo que me he corrido.

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Saca la picha, se la mira, y dice: efectivamente, me he corrido.

Sí amigas, tuvo que comprobarlo visualmente porque no estaba convencido. Yo no daba crédito. Al menos tuvo la decencia de decirme que ya que había pagado el hotel habría que aprovecharlo, y me comió el chichi durante un buen rato. No fue para tirar cohetes, pero bueno, algo es algo.

Después de aquella noche la cosa se enfrió (todavía más) y dejamos de hablar. Hasta que meses más tarde me lo encontré en un bar y borracha perdida le pregunté si con todas era tan silencioso o solo le había pasado conmigo, a lo que me respondió que estaba tan acostumbrado a follar con sus padres en casa con su ex novia, que activaba el modo ‘momia’ para no hacer ruido y que les pillasen.

Eso me aclaró muchas cosas, pero la realidad es que aún tengo pesadillas con esos ojos abiertos como platos mirando al techo. La follamomias me llaman mis amigas, y con toda la razón.

Follamomias