Posiblemente esté escribiendo este follodrama desde mi escondite secreto en busca y captura por PACMA, pero tenía que contarlo.
El verano pasado conocí a un chico bastante mono por esto de los interneses y estuvimos viéndonos un par de días antes de dedicarnos en cuerpo y alma -sobre todo en cuerpo- al fornicio.
El susodicho me llevó a su casa. No tenía nada raro a simple vista así que BIEN a eso de no ser un acosador.
Yo ya sólo pensaba en la torrija de leche que me iba a comer y la verdad es que el polvo fue de diez. El chico era bastante apañado en la cama y me hizo gritar fuerte un par de veces.
Después de terminar la faena me di cuenta de que tenía un gato, que era bastante cariñoso y se acercó a jugar. A mi no se me ocurrió otra cosa que coger el condón y ponerme a hacerle con él tonterías al gato, como si fuera un juguete. Total, que ahí estaba yo en bolas jugando con el condón y el gato como si no hubiera un mañana.
– Ay, qué cosita más mona. Cuchi cuchiiii…
– Ten cuidado que la vas a liar.
– Que va hombre, que sólo estoy jugando. No seas aguafiestas.
Da la fatídica casualidad de que a) el gato metió un zarpazo b) yo no quité el condón a tiempo y se cayó lo que viene siendo toda la lefa en la cara del animalillo.
El gato contrajo una infección y se le puso un ojo como la cabeza de Paquirrín.
Evidentemente, no me volvió a llamar.
So sorry Misifú.