Aunque esta es sin duda la historia más vergonzosa que me ha pasado en la vida, siento el deber de contarla porque a las cabronas de mis amigas les hace mucha gracia y a lo mejor le saco una sonrisilla a alguien que ha tenido un mal día con mi sufrimiento.  

Yo tenía 22 años y era un poco inexperta en el amor. Acababa de salir de una relación de 5 años con mi primer novio y él no era muy buen tío, pero el sexo era aún peor. Yo sólo conocía la palabra orgasmo por lo que había leído en las revistas y escuchado a mis amigas, así que imaginaos mi torpeza sexual. Tampoco me masturbaba porque a mi exnovio le parecía mal y yo me sentía culpable (lo sé, es ridículo pero repito, era una pánfila y el un cabrón). Sea como sea, conseguí salir de esa horrible situación y me encontré con un mundo ideal como diría Aladdín.  

Yo teniendo un orgasmo.

Con el tiempo recopilé bastante experiencia sexual gracias a la Virgen, a Dios, a los vibradores y a los tíos con buena habilidad lingüística (y no precisamente hablando), y un día de fiesta conocí a Luis. Yo llevaba una borrachera que parecía un támpax pero en vez de sangre absorbía alcohol. Aun así, mis dotes de ligoteo surtieron efecto porque Luis y yo nos empezamos a enrollar en la discoteca. 

Noté que la tenía más dura que el escudo de Capitán América, así que le invité a ir a mi casa. Lo que viene a continuación ya os lo imaginaréis: follamos como conejos.  

En un momento dado y estando yo a cuatro patas, a él le entraron ganas de correrse y por aguantar un poquito más sacó su chorra de mis partes nobles, bajó, y me empezó a comer el chochet. Total, que yo del gustirrinín hice un movimiento muy brusco y todo el aire que había entrado en mi vagina salió disparado en forma de pedo vaginal hacia su boca.  

Si la intención del chaval era no correrse, creedme que lo consiguió, porque eso se le bajó con una velocidad digna de Flash. Nos quedamos tumbados y callados en la cama sufriendo la media hora más incómoda de toda mi vida hasta que yo me quedé dormida. A la mañana siguiente noté que la cama se movía y él se marchaba, pero preferí no decir absolutamente nada.  

A día de hoy le sigo teniendo fobia a los pedos vaginales, pero todavía me río un poco cuando me acuerdo la cara que se le quedó al muchacho y, peor aún, la cara que se me debió quedar a mí.