En mi pueblo siempre me han dicho que soy una ‘andorrera’, traducido al castellano: me gusta estar en cualquier parte menos en casa.

Pues haciendo honor a mi fama, mi último año de carrera decidí pasarlo en Buenos Aires, la ciudad de la furia.

Allá que me fui: maleta en mano, pasaporte bajo el brazo y la ganas de fiesta en el corazón. 
Pues una noche de esas tontas de vida de estudiante de intercambio en la cual nadie tenía pensamiento de salir, salimos. Os hablo de un martes, un miércoles quizá. Un día de esos en los que deberías quedarte en tu casa porque todo te dice que no tiene ni pies ni cabeza salir, pero bueno, yo como soy hija del viento: salí.
Fuimos a una fiesta brasileña. Dato importante: los brasileños beben raro. Ellos no se echan un cubata como la ley manda, no señores. Ellos le metían trago al vodka y luego trago a la fanta. ¿Que en qué cabeza cabe eso? En ninguna, ya os lo digo yo. Pero bueno, como dicen en España ‘donde fueres, haz lo que vieres’. Y allá que fui yo, a beber vodka a palo seco y luego a quitarme el resquemor con una mínima cantidad de refresco.
La lié. Obviamente.
Me pillé una merluza a la brasileña que no habéis visto en vuestra santa vida.
Pues yo, con todo mi pedo y mis caderas de Shakira allá que me puse a bailar en medio de la dance floor. Me sentí retada, es un hecho. Las brasileñas no podían moverse mejor que esta española de pura cepa. Así que nada, perreo por aquí, tuerking por allá, pelazo pa la izquierda, pelazo pa la derecha. La reina del baile era yo.
¿Qué pasó? Pues que llamé la atención. Claro, ¿qué esperaba? Llamé la atención de un chaval colombiano de 19. La madre que me parió. Claro, aquel vio moverse tanta carne tan divinamente que no pudo resistirse a mis encantos.
DIECINUEVE AÑOS.
Madre mía cómo se movían esos diecinueve años. Yo no sé si era fruto del pedo o del ambiente, pero os juro que a día de hoy jamás he bailado con un señor tan a fuego.
El señorito colombiano me llevó a la cocina (ah sí, a todo esto, estábamos en una casa) y me metió boca. En mi cabeza solamente podía resonar ‘TIENE DIECINUEVE AÑOS’, que ya ves tú, yo tenía 24, pero ya sabéis cómo somos algunas con la tontería esta de la edad. El caso es que se lo dije: eres muy pequeño. Pero al niño se la sudó, él quería carnaza ibérica y punto. Yo no estaba para discutir.
Nos empezamos a morrear en la cocina y claro, Colombia-España prende rápido, madre mía qué poco tardó en subir la temperatura.
Me cogió la mano y nos llevó a mi pedo y a mí a una habitación. Se tiró en la cama, me cogió de las manos y me tiró encima de él. Digo me tiró a cosa hecha, porque yo caí sobre él con todo mi peso, no estaba yo para controlar los equilibrios, no señor. Pobre chaval.
El caso es que yo estaba encima besándole y me empezó a entrar un mareo… 
Si desde el principio ya yo sabía que beber a la brasileña no estaba bien, que yo soy muy de mi gin-tonic en condiciones. Pues sin yo pretenderlo la habitación empezó a darme vueltas y todos los giros que habían dado mis caderas anteriormente los daba ahora mi cabeza. Yo no quería, os lo prometo. Pero son cosas de la naturaleza: le poté.
Sí, como lo leéis, no me escondo: le poté a un niño de diecinueve años en la cama.
Soy una sinvergüenza de la vida, pero qué le hago.
El chaval monísimo, by the way, me llevó al baño y me recogió el pelo para que terminase de vomitar en condiciones. Lo más fuerte de todo es que al día siguiente me escribió para que fuéramos a tomar algo.
Me negué. Mis principios morales no me permitían sentarme cara a cara con ese señor.
Pd: Me escribió el otro día que viene a Madrid en febrero y que sigue con ganas de verme.
¿Qué me decís? ¿Le veo?

M. T López