Tenía 19 años, acababa de mudarme a otra ciudad y estaba empezando la universidad, así que todo era nuevo para mí. Yo soy de una ciudad muy pequeñita en la que ligar era un poco difícil porque conocías a todo el mundo, así que cuando me mudé se abrió ante mí un nuevo catálogo de posibilidades.

Durante mis años universitarios intenté aprovechar al máximo la experiencia y lo di todo en el noble arte de arrimar cebolleta, y entre frotis y frotis le eché el ojo a un chico. Él estudiaba en la facultad de Química y yo en la de Informática y por cosas del destino o de la vida, estaban al lado, así que en una fiesta de la Universidad coincidimos y pudimos hacer las presentaciones oficiales.

Vamos a llamar al susodicho Alberto, y para que os metáis en la historia os diré que es un pibonaco que mide casi dos metros y tiene unas espaldas que me daban ganas de disfrazarme de loro y subirme a sus hombros como si él fuese un pirata (aunque entre mi descoordinación motriz y mi culamen, eso habría sido imposible). Ojos azules, pelo castaño y una sonrisa que había costado una pasta, porque eso sin ortodoncia no se consigue.

Sea como sea, empezamos a hablar. Me acerqué a él con la excusa tonta de “uy, me suena mucho tu cara” y él me siguió el rollo. Aunque siempre que nos cruzábamos por el campus nos quedábamos mirándonos como bobos, en el fondo yo pensaba que él ignoraba mi existencia. Sorpresas te da la vida como diría la canción.

Por aquel entonces yo era un poco más pánfila que ahora, así que eso de enrollarme con un tío la primera noche no me terminaba de cuadrar. Tonta de mí, cuántos polvos desaproveché… Aun así, Alberto y yo intercambiamos el número de teléfono y al día siguiente me llamó.

En la primera cita descubrí que el muchacho compaginaba los estudios con el trabajo, nada más y nada menos que de taxista. “Pues muy bien, así si me pillo un pedo ya tengo a quien llamar”, pensé yo. La cosa es que empezamos a salir más a menudo y descubrí que el muchacho tenía muy poco tiempo libre porque el curro de taxista era muy sacrificado, y como tenía una zona habitual de trabajo, yo intentaba pasarme siempre que podía por allí para saludarle. Lo bueno es que su jefe le dejaba un poco de libertad en los horarios y si había poca gente, se podía marchar antes, pero como lo que no trabajaba no lo cobraba, el muchacho se pasaba media vida con el taxímetro en marcha para ahorrar.

No os imagináis la de veces que le canté la intro del Príncipe de Bel Air…

El caso es que una noche yo salí de fiesta con mis amigas de clase, y a eso de las 2 de la mañana nos entró toda la bajona y decidimos irnos para casa. Con la excusa de acompañar a una amiga, me desvíe de la ruta para pasar por la zona donde solía estar Alberto y con suerte darnos un poco el lote. Total, que le envié un SMS para confirmar que estaba allí y para avisarle de que iba a hacerle una visitilla.

Llegué, subí al taxi, me dijo de ir a su casa, le dije que sí, apagó el taxímetro y encendió el motor. Pues nada nenas, que yo llevaba un calentón que no quería aguantar hasta su casa, y como quién no quiere la cosa el rollo del taxi me puso aun más cerder. El chaval encantado, claro. Total, que paramos en un descampado en el que no había ni Cristo y empezamos a darnos el lote como cerdos. ¿Veis la escena del Titanic en la que empañan los cristales? Pues así pero versión low cost.

El polvo de 10. Entonces, ¿dónde está el problema? Pues que entre que yo iba pedo y Alberto iba cachondo, no nos dimos cuenta de que si que había gente en el descampado. Concretamente un grupo de chavales haciendo botellón en una zona de arbustos. Pues en un momento dado dejaron las litronas y se acercaron al taxi para hacernos fotos sin que nos diésemos ni cuenta.

Por suerte no había WhatsApp ni móviles con camarazas en aquella época, así que las fotos que hicieron los chavales estaban más borrosas que mi visión con resaca. Eso sí, cotillear es el pasatiempo más viejo del mundo, así que la historia del “taxista que se folló a una clienta en un descampado” (ya sabéis como se distorsionan las cosas) corrió como la pólvora hasta el punto de que nos dedicaron una noticia en la sección de artículos chorras del periódico del campus (sin saber que éramos nosotros, evidentemente).

Nuestros amigos se cachondearon lo más grande de nosotros, pero nosotros nos reímos todavía más cuando contamos esta historia a día de hoy (sí, seguimos juntos pero él dejó el taxi atrás hace muchos muchos años).

Autora: “Yo yo yo me paré el taxi”.

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