Estas navidades volví a casa como el turrón, así que aprovechando que todos los amigos estábamos reunidos, decidimos quedar para hacer una cenita navideña, mamarnos como perros y recordar historietas del año de la Polka.

Empezamos dándole al vino, luego pasamos al chupito de hierbas de rigor y acabamos en el bar de siempre bebiendo cubatas aguados y Jägermeister por encima de nuestras posibilidades. Conclusión: llevaba un pedo que parecía que me acababan de regalar un seguro de vida.

Entre bailoteo y bailoteo, atisbe en la lejanía a un maromazo de metro noventa con cara de querer darme lo mío y lo de mi prima, así que me acerqué con carita de “no sé cuáles son tus intenciones pero como te descuides te pongo una naranja en la boca y te como el rabo hasta que salga zumo”.

Hicimos la presentación de rigor y ni cinco minutos después ya nos estábamos comunicando a base de lengüetazos. Era inevitable que acabásemos pirándonos para terminar lo empezado y jugar a papás y mamás versión +18.

El maromazo, al que llamaré Mario, me ofreció amablemente su casa. Palabras textuales (o eso creo recordar porque iba poseída por el espíritu del alcohol): “vamos a mi casa que mis padres no están”. Resulta que Mario trabajaba fuera y estaba pasando la Navidad en casa de sus padres como es lógico. Todo muy normal, nada podía ir mal.

Tardamos 30 minutos a pata en llegar a su dulce hogar, que igual para las de Madrid no es mucho, pero en una ciudad pequeña eso es una odisea. Sea como sea, al final llegamos a una casita baja muy cuqui con un montón de florecillas en el jardín, un Papá Noel colgado de la ventana y espumillón en las cornisas. Me sentía como una película dominguera de Antena 3.

Abrió la puerta confirmando que o allí no había ni Dios o sus padres eran sordos, porque no fuimos preciosamente silenciosos. Subimos a su habitación y empezó la marcha. Él sacó a su unicornio y me empaló como no me habían empalado en mi vida. Un polvazo de 10. Magnifico. Cruza la pasarela, Mario.

“¿Entonces, dónde está el follodrama?”, te estarás preguntando. Pues resulta que a las 10 de la mañana llegaron sus padres a casa. Mario se despertó con el ruido de la puerta y me dio unos golpecitos para que resucitase, porque con la cantidad de Jäger que había bebido la noche anterior yo necesitaba o un pinchazo de adrenalina o 5 horitas más de sueño. Abrí los ojos como pude y me contó el percal.

Hostia tía, que han venido mis padres. Vístete mientras yo salgo y les entretengo.

Yo creo que seguía un poco borracha, porque sino no me explico mi idea de bombero retirado. Me vestí como pude y en mi cabeza me pareció una maravillosa idea saltar por la ventana y salir huyendo, aprovechando que la habitación de Mario daba al jardincito de la entrada.

Consejo: no lo hagáis.

Entre la resaca, los resquicios de alcohol y mi torpeza de nacimiento, me di tal hostiazo que partí una figura de una rana con el culo. Los padres de Mario salieron corriendo al oír el golpe y acabaron llevándome a urgencias porque me había fracturado el tobillo.

Lo bueno de esta historia es al final el amor triunfó y yo le regalé a mis suegros una nueva rana para su jardín.

Autora: una pringada que se creyó Lara Croft

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