Érase una vez una chica, con tantos pájaros en la cabeza, que un día amenazaron con echar a volar y nunca jamás volver a pisar tierra firme. Esa chica se divertía trepando por las enredaderas y recolectando estrellas, que luego colocaba cuidadosamente en el cabecero de su cama y miraba todas y cada una de las noches hasta caer profundamente dormida.

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Preciosa acuarela de Agnes Cecile

Un día, la niña iba paseando, perdida en mil historias que jamás sabría como empezar a contar, cuando tropezó sin querer con la sonrisa más bonita que nunca se había dibujado. Automáticamente, la pequeña se enamoró de aquella sonrisa para siempre.

Sintió, como si de repente, hubiera perdido su centro de gravedad. Todo giraba en su cabeza, cada imagen, cada momento que había vivido cobró sentido cuando su piel rozó la suya. Y supo que no había nada que no hubiera echo por verla de nuevo, que si aquella imagen hubiera sido lo último que hubiera visto antes de morir, hubiera sido feliz.

Pero lo que ella no sabía era que el amor a veces juega a ser cruel. Y por mucho que el chico se esforzó en quererla no pudo corresponderla, porque su corazón estaba frío y muerto como el hielo.

Lejos de abandonar, la chica trotó hacia el bosque y cortó la mejor madera que pudo encontrar para encender la chimenea y calentar todo el hogar. Estuvo tejiendo día y noche sin descanso una bufanda y un gorro a juego para abrigarle y compró la manta más suave y calentita de la que pudo disponer.

Pero por más que ella se esforzaba, el corazón de él no respondía. La desilusión, la inseguridad y el miedo parecían tomarle ventaja. Se sentía pequeña, insignificante y sola. Si antes se dormía contando las estrellas del cabecero de su cama, ahora eran las lágrimas las últimas en darle las buenas noches.

Y un día dejó de soñar. Simplemente perdió la capacidad. Era como si estuviera seca. Le había entregado cada parte de sí misma a él y ahora no quedaba nada para ella. Se sentía como una cáscara vacía e inservible. Inútil.

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Y no le quedó más remedio que marcharse. Pese a que cada ápice de su cuerpo le imploraba que se quedase, que lo intentase de nuevo. Pero ella tenía miedo de no poder volver a mirarse en el espejo, de que los pájaros de su cabeza hubieran echado a volar.