No sé cuando esto empezó. No recuerdo una fecha, un lugar o un momento exacto. Ni siquiera hubo un detonante, una mecha, una chispa que indicara que nos pudríamos por dentro…

No voy a poner la excusa de que nos queremos demasiado, porque soy consciente de que el amor nunca debe ser un problema. No sé qué somos, ni por qué no sabemos hacer otra cosa más que hacernos daño, pero sé que me pierdo un poquito más con cada grito, con cada palabra cargada de odio que se escapa de entre mis labios con el fin de clavarse en los tuyos.

Y juro que he intentado marcharme. Cientos de veces, pero acabo volviendo siempre, adicta a tu inestabilidad, a la marejada de sentimientos que amenaza por ahogarnos a momentos. Y me reprendo a mí misma por ser tan débil, por no saber dejarte ir a pesar de comprender a la perfección que no me convienes, que no puedo ser feliz si nos dedicamos a arrancarnos las alas. Porque tú embistes y yo devuelvo el golpe con más fuerza, cada vez más rápido, en un ciclo que parece no tener final, hasta que llegue un día en el que uno de los dos no pueda levantarse más, y entonces todo habrá terminado.

Y es que a veces nos aferramos a algo o alguien aunque duela. Nos aferramos tanto que nos desgastamos en el proceso. Nos vamos perdiendo poco a poco hasta que ya sólo queda un esbozo de lo que un día fuimos. Y así es como me perdí a mí misma. Así es como dejé de ser la chica fuerte y decidida que recordaba y pasé a ser una sombra, un fantasma, enamorada de alguien que no hace más que consumirme todas mis energías.  Poco a poco me he ido transformando en algo que ya no reconozco, no sólo por dentro, sino también por fuera.