Todo lo que yo era me bastaba hasta que lo conocí.
Fue magnetismo a primera vista, lo que en la versión moderna equivale a primera conversación de Facebook. W. era atractivo, tenía un exquisito gusto cinéfilo y musical, y un carácter hechizante. Me enseñaba cosas trascendentales como el funcionamiento de las marchas del coche o la ley electoral. A su lado cogí un vuelo low-cost, probé la comida griega y empecé a leer poesía. Pero W. tenía un pequeño defecto.
Le obsesionaban las bailarinas.
El tío no había visto un ballet en su vida; no como yo, que había llorado con Giselle hasta quedarme seca. Para él la mejor contribución que el ballet había hecho al mundo eran esas gráciles y distantes criaturas que, en su imaginación, podían ser tanto aves en el escenario como contorsionistas en la cama.
Tiene que ver con lo que sugieren que pueden hacer con su anatomía —explicaba él para justificarse—. Pueden ser a la vez tan frágiles y potentes
Aquello podría haberse quedado en una sana y comprensible devoción –como la que yo profesaba por los hombres maduros o los músicos malditos– pero W. estaba, literalmente, rodeado. Sus amigas formaban parte de las canteras del conservatorio: tenían la piel tersa y las piernas infinitas, y recorrían Europa audicionando en los teatros. Cuando las tenía cerca, me sentía un orco muy poco flexible; en cuanto a W., bueno… era como un niño encerrado en una tienda de golosinas.
Pero es todo platónico —me dijeron mis amigas cuando les expuse mi patilargo problema—. A todos nos ha pasado algo así. Y cuanto más inalcanzable el sujeto, más nos obsesiona. No te sientas intimidada; a fin de cuentas eres tú a quien ha elegido.

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Pero siempre me sentí intimidada. Me repetía mis virtudes como un mantra: de acuerdo, yo nunca había sido capaz de abrirme de piernas o entrar en una 36, pero era inteligente y sencilla y bla bla bla. No ayudó el hecho de que, cuando nuestra relación se fue al traste, W. cazara un par de esas bailarinas intocables; o a chicas preciosas y encantadoras que parecían existir para hacerme sentir diminuta.
Era absurdo que después de una relación de casi tres años lo que me atormentara fuera una cuestión tan superficial. Pero mi inseguridad me había convertido en la clase de mujer que odiaba: aquella que siempre estaba en guerra con todas las demás. ¿Acaso las Otras, que había percibido como amenazas, y que ahora acompañaban a mi ex por todo Madrid no eran también humanas? Posiblemente tendrían sueños y miedos no muy distintos a los míos. ¿Por qué, entonces, trataba siempre de definirme respecto a ellas? Tardé en comprender que no había sido W., con su lista de amores platónicos, quien había minado mi autoestima. Había sido yo misma, tratando de ser, a sus ojos, alguien que no era.

Cuando pasó el tiempo suficiente para retomar el contacto, y en una de esas conversaciones corteses que se tienen con los ex, W. me dijo: pues resulta que las gorditas sois las mejores. Años atrás hubiera estado encantada de oírlo; de obtener su aprobación y formar parte de su olimpo particular. Pero en ese momento me dio por reír. Porque quizá él no, pero yo sí había aprendido. Había aprendido que ya no quería esforzarme por encarnar un ideal, fuera éste el que fuese. Ni el suyo ni el de nadie. Había aprendido que yo nunca sería una fantasía: era demasiado sólida, imperfecta, real.
Y por primera vez, supe que lo prefería.