Desde hace algún tiempo vengo notando, y lo he notado hasta en mis propios pensamientos, que el «amor Disney», el amor al estilo de La Cenicienta, que tiene la grandísima suerte de salir un puto día de su casa y justo ese día va la tía y encuentra al hombre de su vida (lo de que ese hombre, además, sea un príncipe, ya es de llevar la serie completa del número ganador de la lotería), ha vuelto para quedarse. Se quedará momentáneamente, como todo, porque al fin y al cabo la vida son ciclos y a este que hoy nos ocupa le tocará estar con nosotros cinco o diez años y luego, ¡puerta!

La cosa es que yo soy una mujer soltera a punto de cumplir los treinta años. Y me relaciono con gente más o menos de mi edad, algunos emparejados, los menos, casados, y la mayoría, solteritas como yo. Aquí la primera en entrar al confesionario del amor va a ser una servidora, no os preocupéis, no voy a criticar a nadie si no es empezando por mí misma. Yo sí que llegué a creerme el cuento Disney, que así es como lo he llamado yo, pero esto se viene llamando «amor romántico» o «amor cortés», si nos vamos ya muy atrás en el tiempo, y expresé en este mismo medio que me encontraba bastante confundida porque no sabía si me pasaba algo a mí o al resto del mundo, solo porque llevaba varios años sin enamorarme.

El amor, EL AMOR, así en mayúsculas, ha ocupado mi mente últimamente (rima, qué poetisa estoy hecha) y me ha hecho reflexionar sobre qué es lo que quiero para mí y por qué estoy soltera. Creo que, después de un tiempo, di con la respuesta, pero esto no es de lo que quería hablaros. El tema que vengo a tratar hoy es ese AMOR con mayúsculas que os acabo de presentar.

El amor con minúsculas es un sentimiento, generalmente hacia otra persona, aunque luego lo hemos extrapolado a cosas como el amor propio o «amo mi nuevo peinado, tía», pero no deja de ser una reacción de nuestro cuerpo y nuestro cerebro. EL AMOR con mayúsculas es el nuevo Santo Grial. Algo que no sabemos muy bien si existe, que tiene más tintes de fantasía que de realidad, pero algo a lo que algunos parecen haberse sentido llamados, una nueva misión vital, esa pieza de valor incalculable que necesitamos encontrar a toda costa para poder gozar de vidas completas.

El AMOR como «logro», como algo que está por ahí y que algunos consiguen enseguida, porque son arfortunadísimos, como La Cenicienta, ya os digo, que fue salir y besar el santo, pero que a otros les cuesta más alcanzar y, al no tenerlo, se sienten desdichados, sienten que algo va mal con ellos mismos y hasta llegan a desarrollar nuevas estrategias para no dejar escapar ni una sola oportunidad para hacerse con su tesoro.

El AMOR como «meta», como un fin al que hay que llegar tarde o temprano y para el que vale la pena prepararse, cuidarse, arreglarse, pagar cursos de seducción, escuchar charlas de youtubers sin fundamento, entrenarse, soltarse, saber qué significa «sí» y qué significa «no», y todos esos rollos.

El AMOR como «destino», como la profecía de Harry Potter, cuidadosamente guardada en una bola de cristal, que elige por nosotros a la única persona a la que estamos destinados ya desde que nacemos, y que tarde o temprano, cuando menos lo esperemos, llegará. Ese AMOR de «no te preocupes, que todos tenemos una media naranja» que nos da esperanzas para seguir viviendo.

El AMOR como «algoritmo», como una fórmula matemática vendida como infalible que solo necesita saber unos cuantos datos de lo más generalistas sobre ti para juntarte con otras personas que también disfruten viajando y quieran tener dos hijos. El amor programado incluso antes de haber encontrado a la persona que te haga sentirlo. Una responsabilidad de amar entregada a una máquina a quien culpar si la cosa no sale como esperábamos.

El AMOR ficticio, al amor que se inventaron los juglares, sobre el que escribieron los poetas y los novelistas, y que llegó y arrasó en Hollywood, y, por supuesto, en Disney, el amor Disney que es pura fantasía pero que, por haber repetido hasta el infinito (y más allá, claro) el mismo patrón, ha conseguido hacernos dudar de la realidad. El amor que «se nota», el amor que «se siente», el amor a primera vista, el amor que «cuando lo experimentes sabrás que es lo que estabas buscando», el love actually, el amor verdadero.

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El AMOR capitalista, un amor que nos invita a consumir, a formar parte de un juego de roles retrógado y patriarcal en la mayoría de las ocasiones, que se construye a base de citas, de cenas, de regalos, de perfumes, de habitaciones de hotel, de requisitos materiales indispensables para construirlo y perpetuarlo, y que puede terminar en boda, celebración por antonomasia del amor y de la firma de un contrato.

Todos podemos amar, todos podemos ser amados, todos somos capaces de producir, de sentir amor. Todos hemos amado, todos sabemos lo que es el amor, aunque no todos podamos definirlo, igual que no todos podríamos definir el color verde o el acto de oír. Entonces, ¿por qué necesitamos convertir en algo especial aquello que todo el mundo es capaz de hacer? ¿Por qué mitificar algo que forma parte de nuestra vida cotidiana? ¿Por qué tenemos que creernos que somos modernos caballeros y caballeras de la mesa redonda con la misión vital de luchar por algo que ya tenemos? ¿Para sentirnos frustrados al no encontrar algo que no existe y acabar comprando una tarrina de chocolate? El que quiera enfundarse su armadura, tomar su espada y luchar por EL AMOR, que tire la primera piedra, yo prefiero quedarme en mi casa echándome la siesta.