Desde siempre he sabido que soy gay pero hubo una época en mi vida bastante confusa  en la que la presión social, mi entorno y yo mismo me liaba y obligaba a pensar que lo que sentía no era normal o que estaba bien sentirlo pero de manera calladita y de puertas para dentro, haciéndome dudar.

Cosas como «tienes muchas amigas, necesitas pasar tiempo con chicos» «¿Por qué no juegas al fútbol con esos niños?» «¿Hay alguna niña que te guste?» se repetían día sí y día también.  Hacían que me plantease realmente que había algo mal conmigo, no me salía de manera natural corretear por ahí como un descerebrado pegándome con mis compis, prefería sentarme un rato hablando sobre tonterías o jugando a ser una puñetera sirena de H20, que no digo que independientemente de tu orientación sexual puedes hacer ambas cosas, pero en mi caso se trataba de esa manera.

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Crecí viviendo esa realidad y callándome como realmente era, muchas chicas eran atraídas por mí porque era el diferente, el que las escuchaba y hacía que se sintiesen cómodas.  Hablo sobre la edad de los 12 años, en cuya época no sabíamos lo que era un pene, una vagina y sobre temas LGTB. Un chico tenía que estar con una chica y punto pelota.

Todo lo anteriormente nombrado dio como resultado que estuviese más perdido que perdidín y creyese que era bi, tenía claro que me gustaban las pollas más que comer, pero quería intentar algo con una chica. No puedo recordarlo sin querer lanzarme por la ventana más cercana. Bienvenidos a mi patética historia de cómo confirmé que era más gay que la purpurina.

 

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Estaba de vacaciones de invierno en un pueblito apartado de la mano de Dios. Aburrido llamé a la única amiga que tenía por ahí y la invité a casa para jugar. Ella muy contenta vino y nos pusimos a jugar en un sillón a un juego que nos inventamos en ese momento, se llamaba «El Rey y la Reina». Básicamente el juego consistía en que hacíamos un fuerte con almohadas y nos encondíamos dentro y hacíamos que estábamos casados y  teníamos que reinar un pueblo. Pues en uno de los momentos el Rey y la Reina se iban a la cama porque era muy tarde y claro, tenían que dormir.

Así entre pitos y flautas acabamos enredados dentro del fuerte de almohadas, besitos tímidos por aquí y besitos por allá, la cosa empezó a calentarse un poquito más y hubo roces. Ella estaba ya lista, más mojada que la almohada de un pescao y yo tenía calambres en laaaaa.. Pensaba todo el rato, «mira soy normal, estoy con una chica en la cama». Al quitarnos la ropa ocurrió lo inevitable, ella me pedía algo que no podía darle, es decir, que estaba tan empalmado como un regaliz al sol.

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Ella se quedó en shock pero yo lo tuve claro, era como una verdad que siempre ha estado ahí pero nunca te habías atrevido a aceptarla. La miré a los ojos y le dije «Soy gay, no puedo».  Así soy yo, El Rey de la sutilidad y el tacto. Obviamente la chica avergonzadísima se levantó se vistió y huyó a su casa. Es en este momento en el que me quiero tirar por la ventana, a parte de la vergüenza que sentía por la situación me sentía mal por no sentirme mal, me explico, por fin sabía cómo era y la sensación era maravillosa.  Salí del apretado armario y respiré bien por primera vez en mi vida, mientras una chica huía a su casa. Aún tengo contacto con ella y cada vez que nos vemos no podemos evitar partirnos de risa y ponernos rojos como tomates.

 

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