Madrugón. Llego al tren con la hora justa. Cargada con el portátil, los documentos del curro, los billetes arrugados, el abrigo de un brazo y la bufanda colgada del otro. Busco mi asiento con ansiedad, me desplomo en mi butaca dispuesta a disfrutar de unas horas en soledad. El tren está a punto de arrancar y mi asiento contiguo sigue vacío: bien. Un viaje en exclusiva para disfrutar de mi compañía.

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Un segundo antes de que el tren empiece a avanzar veo un traje oscuro que se sitúa a mi lado mientras coloca una maleta ligera en el portaequipaje. Mi gozo un pozo. Tendré compañía.

Le miro de reojo y percibo una complexión robusta. Me saluda con diplomacia, con una educación forzada. Mientras le devuelvo un buenos días con cierta desgana, rehúyo bruscamente la mirada porque me he puesto roja como un tomate. Mi compañero de asiento es un empotrador. Un empotrador de tomo y lomo. Tendría que haberme pintado las uñas, las llevo echas un desastre.

Estoy nerviosa. Me pongo los auriculares  del iPhone al tiempo que repaso sus piernas de arriba a bajo: muslos fuertes, bien definidos y de complexión fornida. Coge sus cascos y mientras elige una lista de Spotify en la que no logro discernir ningún título, me fijo en sus manos grandes repletas de seguridad. Unas manos que quiero que recorran todo mi cuerpo ahora mismo. No lleva anillo.

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Miro por la ventana en un intento de analizar el perfil de su cara en el reflejo del espejo. Barba de cinco días, pelo despeinado estratégicamente poblado por canas incipientes. Una mandíbula prominente, nariz angulosa y labios carnosos. Cada vez me pongo más nerviosa, solo con su presencia noto como mi corazón se agita desbocado.

Se agacha para coger un libro. Mierda, no me ha dado tiempo a fijarme en el título. Es de la editorial Anagrama, una de mis favoritas. Me enamoro de él al instante. Comienza a leer y sigo en la distancia sus manos que sujetan con firmeza las páginas del libro. Le llaman al móvil. Bajo disimuladamente el sonido de mi música para escucharle hablar. Su voz suena contundente, fuerte y educada. Quiero que esa voz me despierte todos los días de mi vida. Es una conversación de rigor sobre un coche que tiene en el taller. No consigo sacar ningún dato relevante.

Cuelga el teléfono y continúa con la lectura. Los primeros rayos de la mañana le molestan y se pone las gafas de sol. Unas Vans que desprenden un estilo desenfadado que me hacen imaginármelo sin el traje, en la costa, moreno, a lomos de una moto, mientras yo le agarro la espalda con fuerza y la brisa mece mi melena.

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Se gira hacia mi lado y sin querer su pie roza el mío. Me mira y me pide disculpas. Estoy tan agitada y produciendo tantas feromonas que todo el vagón se va a poner cachondo por mi culpa. Balbuceo torpemente si hay cargadores en los asientos. Me roza el brazo, levanta el reposabrazos y me enseña los cargadores. Me pongo un poco más roja y le doy las gracias mientras atino a encajar el cargador del móvil.

Distraído enciende su portátil. Concentro todos mis sentidos en la pantalla de su ordenador y mientras escribe la contraseña memorizo el nombre de inicio: Juanjo González. Juanjo González. Quiero casarme con Juanjo González. Tiene un documento abierto y veo en el membrete el logo de Endesa. No consigo leer nada más del Word, está editando con una letra demasiado pequeña. Googleo Juanjo González más Endesa. No tengo cobertura y Google no responde. Mierda.

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Imagino conversaciones ficticias entre los dos y que nos convertimos en los protagonistas de la trilogía Antes del Amanecer. Fantaseo con nuestra historia de amor mientras me dan ganas de hacerme un dedo en el baño de lo cachonda que estoy. Respiro profundamente para intentar retener su perfume. El tren hace una primera parada. Por favor que no se baje. No se baja.

Continuamos el viaje mirando el móvil arbitrariamente. Contesta WhatsApps. Cierra el documento que tenía abierto con la intención de apagar el ordenador. Me da tiempo de sobra a mirar su fondo de pantalla: dos niños pequeños, de entre dos y seis años, sin camisetas, morenos, con el pelo mojado sonríen a la cámara. Se parecen a él. Son sus hijos. Tiene dos hijos. Mierda.

Mantengo la calma. Respiro. Aspiro. No tenía sentido que me imaginara una historia de amor en el tren. Esas cosas solo pasan en las películas. Decepcionada intento concentrarme en el paisaje. El tren llega al destino y nos levantamos los dos. Me mira a los ojos. Me muero de deseo. Me dice adiós con una sonrisa. Se la devuelvo incapaz de sostener la mirada.

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Paso todo el día soñando con sus manos y al llegar a casa me masturbo con furia recordando sus muslos.

Nota I. El nombre y la empresa del susodicho han sido alterados para salvaguardar la identidad del empotrador y que no os volváis locas en Google buscándole. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Nota II. Si no habéis visto la trilogía de Antes del Amanecer, Antes del Atardecer y Antes del Anochecer, es el momento. Son peliculones. De nada.