Treinta y cuatro años recién cumplidos y llevaba con él desde los dieciocho. No os miento si digo que jamás me imaginé mi vida con otra persona que no fuera Pedro. Nos conocimos el primer año de carrera porque nuestras facultades estaban en el mismo edificio, y poco tardamos en enamorarnos como críos -que es lo que éramos- y empezar algo serio. Teníamos lo que llevaba soñando desde pequeña: una amistad, una relación, un compañero con el que contar cuando el mundo se me venía encima.

A los veintiocho nos casamos en una masía preciosa de su pueblo. Fue una boda relativamente pequeñita pero pudimos compartir nuestro amor con la gente a la que queríamos. Hicimos partícipes a familiares y amigos de nuestra felicidad y aquel día quedó guardado en mi memoria como uno de los más bonitos de toda mi vida.

Dos años después decidimos tener un hijo, pero tras meses de intentos infructuosos y visitas al ginecólogo, desistimos. Por problemas hormonales mis óvulos eran disfuncionales y quedarme embarazada sería extremadamente difícil. Él no quería adoptar y mi cuerpo y mente se desgastaron por los tratamientos de fertilidad, así que renuncié a mi sueño de ser madre en pos de mi matrimonio y de mi salud psicológica.

Los meses fueron pasando y todo volvió a su cauce. Desde fuera y dentro era la relación perfecta. Él tenía su trabajo, yo el mío. Findes de cenas, fiestas con amigos, escapadas románticas, amor fuera y dentro del dormitorio, risas y complicidad. ¿Qué más podía pedir? Y en esta vorágine de romanticismo y amor pasó lo inesperado: me dejó por WhatsApp.

Imaginaos la confusión y el dolor que sentí al ver que no respondía a mis mensajes. Imaginaos mi cara de tonta al descubrir que eso no era una broma, que estaba pasando de verdad y que era mi corazón el que estaba viviendo esta terrible experiencia. Yo estaba en otra ciudad por motivos de trabajo y él ni siquiera contestaba a mis llamadas.

Cuando por fin pude contactar con él a través de un amigo en común, las cosas no mejoraron. Me pidió cortar el contacto, me dijo que iba a ser todo sencillo, que yo me podía quedar en nuestra la casa y él se buscaría otra (estábamos de alquiler) y que nuestros los amigos en común eran para mí, como quién regala caramelos el día de su cumpleaños, pero que no quería mantener el contacto. Así fue como mi marido se convirtió en un fantasma que pasó por mi vida dándome los momentos más felices y los más desgarradores.

Y toqué fondo, pero salí. Salí porque la vida sigue, porque no puedes dar a nadie la llave de tu felicidad, porque depender de otra persona es dejar en manos ajenas tu corazón, porque no hay amores imprescindibles salvo el que sientes por ti mismo. Salí y hoy soy más fuerte, pero también más vulnerable. Desconfío, rompo a llorar y a veces me despierto en mitad de la noche con un nudo en la garganta. He crecido y he aprendido que aquella persona que me acompañó durante más de diez años al final fue un desconocido, pero cómo iba a conocerle a él si apenas mee conocía a mí misma. Por suerte ahora puedo decir con orgullo que sé quién soy, una mujer valiente.

 

Anónimo

 

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