Mi vida era una absoluta y completa mierda. No mi vida en sí, si no a dónde me estaban llevando las cosas. De esto que vas tomando una decisión detrás de otra y al final te encuentras en una situación que no quieres vivir, que no tienes ganas de vivir, que no tienes por qué vivir, pero sin saber muy bien por qué, por una cosa o por otra ya crees que es demasiado tarde para dar marcha atrás y por eso, a pesar de lo que quieres, haces lo que crees que tienes que hacer.

Así estaba yo, en el aeropuerto de Barajas, maleta en mano, a punto de coger un vuelo a Bulgaria para trabajar allí como ingeniero. Me iba a un país que no me llamaba la atención una mierda, para trabajar en algo que no me iba a gustar una mierda y lo único que iba a hacer allí era sentirme como una mierda. Pero bueno, tenía la esperanza de que la cosa no fuera a durar más de un año. Consuelo de gilipollas, como a mí me gusta llamarlo.

Pues eso, siempre he creído firmemente que la cosa va de actitud, que si tú tienes una buena predisposición las cosas salen bien, que si tú eres positivo el resultado es positivo y que si te sientes optimista la vida te sonríe. Pues ale, imaginaos el panorama que tenía yo en Sofía. Aún no sé cómo no me volví a España a las dos semanas la verdad. Que completo y absoluto asco me daba todo, colega.

En medio de mi repulsiva vida, con mi repulsivo trabajo, mi repulsiva casa y mi inexistente vida social estaba mi hermano haciéndome de psicólogo por Skype, somos gemelos. No sé si es un dato relevante, pero vamos, que lo digo porque siempre hemos sentido que el uno es una extensión del otro y viceversa. Aunque en ese momento de nuestra vida, nada más lejos de la realidad, él estaba de puta madre trabajando en Cádiz para una empresa del copón, así que en lugar en extensiones éramos antítesis.

Pues eso, que el colega ya no sabía qué hacer para animarme, así que me dijo que me bajara Tinder, que intentara quedar con alguien y que a ver si así follaba y se me alegraba la puta cara de mierda que tenía. Yo me pregunté, sinceramente, si mi hermano estaba apollardao por el sol del Mediterráneo o algo, pero no, al parecer me lo decía en serio.

Ahora me podéis llamar gilipollas o lo que os dé la gana, pero yo no me quería bajar Tinder ‘porque no quería caer tan bajo’. Pues sí, es un pensamiento de imbécil, pero es que siempre lo he sido. Yo creía que tener que necesitar aplicaciones para ligar era de ser un triste y como mi vida en ese momento no podía ser más triste pues nada, de perdidos al río.

Me bajé Tinder, me puse cuatro fotos, las banderitas de los idiomas que hablo y ale, a ver el catálogo. Os juro que no me podía sentir más subnormal, ¿qué mierdas era aquello de darle a una V o a una X para poder hablar con alguien? Absurdo.

Al final, con la tontería te enganchas, dos o tres veces abres la aplicación al día pa ver qué te encuentras, pero qué queréis que os diga, a mí no me llamaba nada la atención, pero yo los likes los daba, porque you never know.

Hasta que me la encontré, un sábado de mierda a las dos de la mañana. Estaba en mi cama, pensando en la fiesta que se estarían metiendo mis amigos en España, sin poder dormir y maldiciendo mi existencia. En medio de toda esa angustia existencial: ella. Joder, qué puta preciosidad de chavala. ¿Qué mierdas hacía esa señora en Tinder? Me acuerdo que hasta me incorporé en la cama de lo que me moló. Le mandé un superlike, el primero y último que he utilizado.

ME HIZO MATCH A LOS TREINTA SEGUNDOS

 Le abrí conversación al instante, en inglés. Recé para que supiera el idioma todas las cosas que no sé rezar y maldije a mis padres por no haberme enseñado religión alguna en la que creer. Me contestó en un inglés maravilloso, pero dijo algo así como ‘es mi cumpleaños, estoy bebiendo con mis amigas, me han retado a bajarme Tinder y a dar match a los primeros diez hombres que me salieran, pero me voy a borrar esto ya porque era de broma’.

Si buda había querido que esa noche justo cuando ella se bajó la aplicación yo estuviera en la misma, me saliera, le diera superlike, me lo devolviera y me contestara, no podía no volver a hablar con ella. Le pedí el número, bueno, prácticamente se lo supliqué. Me dijo que no, que ella no daba su número a desconocidos. Le dije que era español, que llevaba dos meses en el país, que me gustaba muchísimo y que, por favor, me permitiera volver a hablar con ella.

Me dijo que no, que lo sentía muchísimo de verdad, pero que no acostumbraba a hacer esas cosas. Pues nada, tampoco soy un babas pesado que fuera a insistir como si me fuera la vida en ello, pero claro, tampoco iba a tirar la oportunidad de conocer a la mujer de mi vida a la basura. Le escribí mi número y le  dije que si le apetecía conocer a alguien con quien tomar una caña que me escribiera ella, que para mí sería un placer.

Me escribió a la mañana siguiente.

Pensaréis que soy subnormal, que no era más que una chica hablándome por whatsapp. Pero es que no era solo una chica, era ella. Y encima era lo más interesante que me había pasado desde que llegué a Bulgaria. Me sudaban las manos cuando le escribía, me sentía un perfecto gilipollas, de verdad os lo digo. Nervioso, como si tuviera quince años y la chica que me molaba de clase me hubiera mandado un zumbido al messenger.

Quedamos esa tarde, comimos helado, porque ella alcohol no bebe y paseamos. Descubrí que era portuguesa, que estaba ahí porque sus padres se mudaron cuando ella tenía nueve años, que hablaba inglés, búlgaro, ruso y chapurreaba el español, que estaba enamorada de Madrid y que mi idioma le parecía el más sexy de mundo, que por eso había quedado conmigo, porque nunca había conocido a un ‘español de verdad’. Aún no sé a quién tengo que darle las gracias por mi nacionalidad, la verdad, pero querido ente, te debo una.

Me enamoré. Sí, no me voy a andar con mariconadas de estas de no poner etiquetas, no hablar de sentimientos e ir poco a poco. Me enamoré perdidamente de una portuguesa medio búlgara que conocí en Tinder cuando todo lo que estaba viviendo me parecía repulsivo.

Llevamos juntos dieciocho meses y ahora vivimos de alquiler en un pisito de Madrid. Aún no tengo claro quién ha cumplido el sueño de quién, la verdad.

No seáis como yo: menos prejuicios y más amor.

Al final Bulgaria es mi país favorito del planeta, quién me lo iba a decir.

Anónimo