Creer en el amor. Vaya tontería.

Se podría decir que yo no creo en el amor.  Pero no, no creer en el amor… Es absurdo.

¿Cómo vas a declararte ateo de algo que no necesita fe? ¿Por qué vas a afirmar tu creencia en algo que no lo necesita?

¿Me declaro creyente del agua, del aire? ¿Soy atea del dolor o de la risa?

El amor no se niega, al amor no se le reza ni se le invoca. No puedes decidir creer o no en algo que existe.

No hablo del amor romántico de las películas. Ni de morir de amor. Ni de no entender la vida en soledad.

Hablo de un Amor con mayúscula al principio, nombre propio. El real. El que a veces está escondido en este mundo demasiado feo, agazapado entre gritos, entre tristeza, entre barbarie.

Es el que se hace fuerte en una caricia, en un ataque de risa, en un abrazo, en una lucha de cosquillas, en remolonear juntos un domingo, en un paseo, en un “cuenta conmigo”, en una verdad, en una despedida, en un reencuentro, en jugar, en llorar juntos.

Un amor que se nos olvida entre el horror del mundo. Que lo tapa el miedo en el que vivimos, que lo esconde la vergüenza que el mundo nos ha impuesto. Porque parece mejor hacerse corazas que dejarnos querer como sintamos.

Porque el amor no es sólo a una pareja. El Amor es a un amigo, a un hijo, a la familia… Es más que una película de Hollywood o un cuento de hadas. No hagamos pequeño y simple algo que engloba tanto y que puede estar en todas partes.

Así que puedo decir bien alto que no creo en el amor. Porque en el amor no se cree ni se tiene fe. El amor se hace, se construye, se siente. Pero, sobre todo, el Amor se vive.

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