El otro día me vino a la cabeza un recuerdo de la infancia de esos que el cerebro decide almacenar de manera  aleatoria. Yo tenía unos seis años y estaba jugando con mis primos en casa de mis abuelos. En medio del juego tiramos por accidente uno de los platos de la vajilla favorita de mi abuela. Recuerdo el momento como si fuera ayer: mi abuela entró en el comedor a toda prisa, miró los trozos del plato esparcidos por toda la habitación, se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “¡¿Quién ha sido?!”

Parece casi inevitable. A todos, desde muy pequeños, nos han enseñado a buscar culpables. Hemos aprendido que lo que importa no es qué ha pasado ni cómo, lo que importa es quién lo ha hecho, porque cuando colocas la culpa sobre alguien, todo tu dolor y frustración ya tiene una vía de escape: solo tiene que seguir la dirección que indica tu dedo índice, que apunta, acusador, al causante de todo tu malestar.

 

El caso es que en mitad de mi última crisis de desamor, mientras dedicaba a gritos el Déjame de Los Secretos al gotelé de mi habitación imaginando que en su lugar estaba el culpable de todos mis males,  me dio por pensar: ¿Y si no es culpa suya? ¿Y si no ha sido culpa de ninguno de los dos?

Pero eso no es posible, ¿no? Porque la culpabilidad está siempre tan presente en todo, que parece obligatorio que una de las dos partes tenga aunque sea un poquito de culpa. Solo un poco, de verdad. La justa para que el despecho no pese tanto. Así que, si has interiorizado el discurso de la culpabilidad tan bien como yo, ese pensamiento dura unos dos segundos en tu cabeza y otra vez empiezas a buscar culpables a toda costa, porque en realidad ni siquiera sabes bien qué hacer con lo que estás sintiendo. Y no solo no lo sabes tú, en realidad mucha gente tampoco lo sabe, porque cuando  te apoyas en tus amigas, ellas, con toda la buena intención del mundo, solo reafirman todavía más  la mentira que te has montado para autoanestesiarte: “No te preocupes, tía. Era un gilipollas.”

Así que tú te vas drogando con frases de este tipo todos los días. Algunas te las dicen tus amigas, otras te las cantan Taylor Swift y otros cantantes expertos en rupturas a través de los auriculares y otras te las dices tú misma, alimentando poco a poco una rabia tan potente que no deja espacio para ninguna otra emoción.  Porque si tienen algo de bueno  la rabia y el enfado es que te insensibilizan ante el dolor. Es un poco como ir en un coche a toda velocidad con la adrenalina nublándote el cerebro. Es imposible sentir nada más. Por eso de repente crees que todo el dolor se ha ido como por arte de magia y tu punto de vista da un giro de ciento ochenta grados: “No eres tú, soy yo… Bueno, no, ¿sabes qué? A la mierda. Eres tú y solo tú. Yo estoy bien. De hecho ¡Estoy mejor que nunca!”

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Pero los problemas llegan el día en  que después del «Ni tu ni nadie» de Fangoria en tu móvil suena una balada de Coldplay que se te había olvidado borrar. Te pilla por sorpresa y te hace bajar la guardia. Te entra una mezcla de melancolía y tristeza, y  empiezas a pensar que igual no ha sido culpa suya, que tampoco era un mal tío. Pero como has aprendido que siempre tiene que haber un culpable, esta reflexión puede culminar en la peor de las conclusiones: «Si él no tiene la culpa de que esto no haya funcionado, entonces la tengo yo.»  Y es que, a veces, donde más duele una relación fallida es en nuestro propio ego. Este también es el momento en el que salen todas las inseguridades que con tanto esfuerzo has intentado enterrar bien hondo:  «¿qué he hecho mal?», «¿porque nunca consigo que funcione?» y la más destructiva de todas con diferencia: «¿qué hay de malo en mí?»

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Nada. No hay nada de malo en ti, y también llegará el día en que te des cuenta de eso. Que a veces nadie es el culpable de que el plato se haya roto. Que a veces las personas cambian, los sentimientos pasan a ser otra cosa y las relaciones acaban. Como si el plato se hubiese desgastado y le hubiesen salido grietas sin que nadie lo hubiese dejado caer antes. Sin que haya culpables.

Ese día limpiarás por fin tu móvil de todas las canciones de desamor que han sido la banda sonora de tu vida durante los últimos meses, te tumbarás en la cama bocarriba, mirando el techo mientras escuchas «Blowin’ in the wind», y pensarás que ya has comprendido el sentido de todo. Y quizás algo sí que habrás entendido, porque una relación rota no se parece en nada a un plato roto. Pero mientras tanto, hasta que ese momento llegue:

 

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