La primera vez que te vi de verdad estabas dormido. Tenías los ojos cerrados y esa expresión de paz absoluta que me quebró un poco por dentro. Respirabas flojito, tan bajito que apenas podía oírte, y tu mano inconscientemente buscaba la mía. Ahí supe a ciencia cierta que te amaba.

Sé que a veces nuestra relación es difícil, que soy demasiado visceral y que cuando me pongo terca no hay quien me aguante. Que tengo demasiadas cicatrices del pasado a mis espaldas y que a veces sin avisar, se me abren las suturas. También sé que no somos la típica historia de amor, que en nuestra relación no hay grandes momentos ni escenas de cine. Que tú nunca has tirado piedrecitas a mi ventana y yo jamás me he refugiado del mundo en tus brazos.

Pero es que tú y yo estamos hechos de momentos. De tus «buenos días mi vida» al despertarme los domingos, de mis noches abrazada a tu pecho, de todas esas tardes en el sofá viendo la tele hasta quedar dormidos. Cotidianos e insignificantes, pero tan nuestros que quitan el aliento.

Y ojalá fuera siempre así. Ojalá pudiera despertarme cada mañana de mi vida a tu lado. Ojalá tu piel como puerto seguro cuando yo misma amenazo con hundirme. Porque déjame decirte que has llenado todo lo que un día fue de otros. Has plantado tu bandera y yo ya no sé sacarte de mi pecho porque todo lleva tu nombre.

Y me da exactamente igual que nunca seamos especiales, que no nos consuma la pasión, que a veces lleguemos a casa y sólo tengamos ganas de estar solos si luego tu olor es la respuesta a todo.

Así que quédate. Quédate y sigue llenando todos los huecos de la casa con tu risa. Quédate y cógeme la mano, cuando enfurezco, cuando me rompo en tantos pedazos que ni yo misma sé como arreglarme, cuando me pierdo y sólo tú sabes encontrarme.

Quédate, porque me enciendes el alma y lo llenas todo de colores.