Baila conmigo

Cierra la puerta despacio, e intenta dar al interruptor de la casa, pero la luz no hace acto de presencia. Frustrada, vuelve a presionarlo  una y otra vez, cuando  al fin una lamparita de noche se ilumina. Se acerca extrañada. Bajo la misma encuentra  una cinta negra y una nota. “Tápate los ojos y baila conmigo”. Sonríe.  Se tapa los ojos y, algo temerosa, se deja sumir en la oscuridad. La música, lenta pero insinuante, comienza a sonar.

Se siente paralizada, siempre ha tenido miedo a la oscuridad. Mueve sus manos intentado adivinar su presencia, pero solo acaricia el aire que les separa. Pronto la sobresalta su aliento cálido en el cuello. Puede apreciar entonces el olor inconfundible de su perfume, el calor de su cuerpo que poco a poco se acerca al suyo. Se mueve al ritmo de la música, esperando seducir a su cazador, con la intención de que no haga de rogar a su presa. Unas manos fuertes se posan en su cintura, y dominantes  comienzan a marcarle el ritmo desde su espalda.

Pero ella no es una presa fácil de dominar. Sigue su ritmo pese a los reclamos de esas manos, que ansiosas por marcar su territorio, descienden a sus caderas y la pegan mucho más a su entrepierna, que comienza a restregarse al ritmo de la melodía. Después cambian el rumbo, y ascienden de nuevo, por la silueta de su pecho, por su cuello, su clavícula, y en ese momento,  en la música se cuelan versos susurrados en su oído…

  • Estás muy sexy esta noche, muy…muy sexy…- Acto seguido, su compañero de baile pega un poco más cadera con la suya, hasta intuir que no es la única que se siente excitada esa noche. Ella responde subiendo la mano, en busca de su pelo corto y fuerte, y tirando hacia abajo, para ponerlo a lo cree su altura, contesta a su interlocutor.
  • Estoy sexy, porque tú me haces sentir sexy…
  • Entonces muévete para mí, sólo para mí…

Mucho más sumisa, como una fiera calmada por las caricias de su amo, sucumbe  y comienza a dejarse llevar por él. Poco a poco siente como él desabrocha la cremallera trasera de su vestido que cae despacio por sus hombros, y ayudado por sus manos,  se desliza por el resto de su cuerpo. Es extraño sentirse a oscuras, desnuda, totalmente a su merced, y es extraño saber que esa sensación la hace sentirse especialmente húmeda. Sin embargo, con ansías de no dejar que sólo él marque las reglas, se da la vuelta y a tientas, palpa la ropa de su acompañante. Solo con el sentido del tacto puede identificar ese traje. Vuelve a sonreír, aún sin verle, sabe que está especialmente atractivo con él puesto.

Poco a poco desliza sus manos hacia sus hombros, se deshace de la chaqueta, y después, enreda en sus dedos los botones de la camisa, que ceden a sus deseos. Ahora él también tiene el torso descubierto, y en tinieblas, justa su pecho con el suyo mientras la canción sigue sonando en el antiguo tocadiscos. Perder el sentido de la vista ayuda a identificar mejor esas pequeñas cosas, como el calor que desprende su cuerpo desnudo, el sonido del cinturón de su pantalón al caer, el olor de su sexo al desprenderse de la ropa interior. Ronronea como una gata en celo al sentir su erección en su muslo, y sin poder evitarlo, busca hambrienta el sabor de su boca. Vuelve a sentirlo, esa sensación que sólo siente cuando saborea sus labios. La electricidad, la piel erizada, el cosquilleo entre las piernas…

  • Hazme tuya…

Como si por una vez fuera él quien obedece sus órdenes, de un impulso la sube a su cintura, y sin dejar de sumergirse en su boca, la lleva hasta el borde de la mesa. Con cuidado, la apoya sobre la superficie fría, y la devora como si fuera el almuerzo. Casi como aquella vez que sirvió la comida sobre su cuerpo. El cuello, los pechos, el vientre, y después, con más ansía, su sexo. Como si fuera un manjar de dioses, lo venera con su lengua, que juguetea con su clítoris para después sumergirse en lo más profundo de ella. La música se mezcla esta vez con fuertes gemidos femeninos, que sólo él conoce, que sólo él sabe interpretar. Por eso, sin más preámbulos, la penetra. De una sola vez, para que pueda saborear esa primera embestida que la enloquece, para poder llenarla desde el principio, para poder complacerla hasta el final. Pero el placer siempre es una calle de doble sentido, y pronto comienza a sentir que el calor de su vagina llega  a todo su cuerpo. Que pasa de su pene a su vientre, a su pecho, a sus manos, a su mente…

Así, en un orgasmo  conjunto e improvisado, sus gemidos, sus sexos, sus fluidos, y quizás, una parte de su alma, vuelve a fundirse una noche más, una noche de tantas, en el lenguaje único de su encuentro.

Autor: Silvia C. Carpallo