Cuando veo los anuncios de modelos o mis amigas me mandan un mensaje picante al Whatsapp, pienso que yo nunca he tenido una noche de pasión con un hombre de esos. Sí, esos de brazos fuertes y cuyos abdominales “se pueden utilizar de tabla de lavar hasta para darle un agua al tanga”.  Ni yo, ni la mayoría de chicas que conozco, la verdad.

Y no es algo que me preocupe, para nada.  Vale, puede que sea una fantasía erótica, pero como otra cualquiera, porque lo que realmente busco en un buen amante, no son precisamente abdominales. Busco, qué se yo, buena comunicación, una mente abierta que nos permita innovar y jugar, alguien que con quien ser dominante pero también sumisa, en definitiva, alguien con quien encaje. Pero aunque en ese “encajar” la atracción física sea obviamente determinante, lo del cuerpo escultural ni está ni ha estado nunca en mis prioridades.  De hecho, ninguna de mis parejas ha tenido un cuerpo diez, y sin embargo, he gozado con muchas de ellas hasta alcanzar lo que mi amiga Lucía Martín denominó en sus posts como el “orgasmo cromático”, es decir, ese en el que pasas a verlo todo multicolor. Entonces, ¿por qué yo pienso que mi cuerpo es un factor determinante para que los hombres gocen conmigo?

Parándome a psicoanalizarme a mí misma, una de esas cosas que una hace en una tarde tonta de otoño, llegué a la conclusión de que algunos de mis complejos físicos, como mis cartucheras o la forma de mis pechos,  habían determinado y mucho cómo soy en la cama. Hay quiénes  a causa de esos complejos son más introvertidas y pueden tener incluso reparos para, por ejemplo, hacerlo con la luz encendida. En mi caso, creo que ocurrió al contrario, que intenté ser mucho más activa y agresiva, precisamente para que se centraran en ese aspecto de mí y así no pusieran su atención sobre mi cuerpo. Puede que de todo lo malo algo bueno salga, y que eso me haya permitido tener una mente más abierta y gozar de una sexualidad muy muy placentera, pero la cuestión es que dudo que muchos de mis compañeros de cama pensasen que tenían que hacer un esfuerzo extra a causa de sus barriguitas cerveceras.

Quisiera poder echarle a alguien la culpa, pero tengo que asumir que en gran parte la culpa es mía. Porque puede que la sociedad nos venda que los hombres desean mujeres que rozan la delgadez extrema, pero la realidad, es que nuestros compañeros nos exigen mucho menos de lo que nos exigimos nosotras mismas, y que aprecian más las curvas de lo que lo hacen las principales marcas de moda. Y si no lo hacen, la culpa seguiría siendo mía, por elegir mal a mi compañero de cama, así de claro.

Si algo he aprendido en mi experiencia como sexóloga es que si hay un valor clave en la sexualidad de las personas es la diversidad. Es decir, que no todos somos iguales, y que por lo tanto,  tampoco tenemos los mismos gustos. Esto se traduce en que no todos consideramos excitante y sexy la misma cosa. Existe un factor fundamental que todos denominamos “morbo”, y es que, aunque algo no sea “típicamente” bello, puede resultarnos mucho más seductor  y atractivo sexualmente. Como me explicaron en el máster, a todos nos gustan las tartas, pero por suerte, a cada uno nos gustan de un tipo.

No hay un modelo ideal de belleza que marque los gustos de todas las personas, y desde luego, la belleza no es un factor fundamental en nuestra satisfacción sexual.  Pese a lo que muchos piensan los números poco tienen que ver con el placer. La cosa no va de tallas de pantalón, pero tampoco de sujetador ni de tamaño de condón. No se trata de cuantificar orgasmos ni minutos hasta la eyaculación. No se trata, por tanto, de estar pendiente de las medidas, sino de buscar ese momento único en el que ni las medidas, ni los problemas, ni absolutamente nada importa. Ese momento “cromático” en el que nos sentimos únicos y únicas por hacer regalado a nuestro cuerpo  el mejor de los orgasmos, tenga la talla que tenga.

 Silvia C. Carpallo, autora de ‘El orgasmo de mi vida’