Gracias a Dios la mujer se va empoderando, liberándose de las cadenas y señalando a aquellos que merecen que la gente sepa lo que hacen. Movimientos como el «me too» o lo acontecido esta semana con los «follógrafos» ponen el foco en los abusos que algunos tienen la cara dura de ejercer sobre otros por considerarles más débiles, inferiores o por debajo de su alargada sombra. Millones de mujeres se han sentido reflejadas de alguna manera en las historias de todas aquellas que han alzado su voz y hoy vengo a contar la mía, una historia que jamás le he contado a nadie (ni a amigas íntimas ni a mis parejas) por vergüenza a lo que pudieran pensar de mí.

Cuando era pequeña, mis padres tenían unos amigos cuyo hijo era 6 años mayor que yo. Éramos de provincias diferentes y solo nos veíamos de manera esporádica en el lugar en el que compartíamos vacaciones. Los primeros recuerdos que tengo de lo que voy a contar deben datar de cuando yo tenía unos 6 años (12 en su caso) Recuerdo que cuando nuestros padres nos invitaban a ir a la habitación donde teníamos los juguetes a jugar juntos él me proponía cosas que a mis infantiles ojos no levantaban ninguna alerta: que nos diéramos un beso en la boca (mi primer beso, ese que toda chica dice recordar), que jugáramos a tocarnos el culo… Incluso recuerdo que en alguna ocasión llegó a chantajearme con no dejarme su Game Boy si yo no hacía algo de lo que él me ordenaba.

De haber sido algo puntual podríamos levantar un poco la mano y estar hablando de un niño cuya curiosidad natural en el sexo le había hecho traspasar alguna línea; pero los veranos siguieron pasando, las tardes de juegos también y recuerdo una en la que, cuando yo tenía 10 años y él 16, me pidió que le diera besos en el pene. Se desabrochó los pantalones, se sacó el miembro y me dijo que era solo un beso de nada. En aquel momento, yo comencé a alarmarme porque aquello no me parecía normal (recordemos que a los diez años en los noventa las niñas seguíamos jugando con muñecas), no sé con qué me chantajeó porque recuerdo que asustada le di ese beso. Luego, me pidió que siguiera pero me puse a llorar. Él me dijo que si contaba algo diría que era todo mentira y, cuando nuestros padres entraron en la habitación a ver qué pasaba, simplemente dijo que me había caído.

Los siguientes días dije que me dolía la tripa para evitar pasar el máximo tiempo posible con su familia y dejé de verle. Afortunadamente nos llevamos la edad suficiente como para que el verano siguiente ya no se fuera de vacaciones con sus padres y el tiempo y la distancia también hizo que la relación de estos con los míos se fuera enfriando y dejásemos de compartir destino. Le he visto alguna vez más en momentos puntuales pero siempre he puesto excusas para irme de casa si él estaba. Ahora que soy adulta puedo comprender todo lo que había detrás de esos juegos y creo que es injustificable. Al fin y al cabo, él ya no era un niño pequeño, era un adolescente que sabía muy bien lo que hacía. Me pregunto sí ahora que es un adulto en la barrera de los cuarenta será consciente de lo que hizo en su momento o si lo considerará una chiquillada y, sobre todo, si como madre podré darme cuenta de algo así si les pasa a mis hijos. ¿Sabré defenderles de individuos como él que a priori era una persona normal de nuestro entorno?

 

Anónimo

 

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