Tardé más de diez años en lograr ser madre y, ahora que lo soy y por partida doble, no consigo terminar el día sin haber pensado en algún momento cómo narices me he metido en esto. Pero, eh, los amo con locura, que una cosa no quita la otra.

Es curioso que a veces no podamos recordar qué hemos comido y, sin embargo, recordemos perfectamente nuestro primer día de colegio. 

Me ha costado, pero recuerdo que hoy comí una pulga de tortilla en la oficina. Y recuerdo perfectamente que, en mi primer día en la escuela, la profesora nos preguntó qué queríamos ser de mayores. 

Me acuerdo también de mi respuesta: mamá. 

Y no me refería a mi mamá, no. Yo lo que quería era ser madre; ni bombero, ni peluquera, ni astronauta, ni médico. 

MADRE, con todas sus letras. 

Pero la vida, que tiene cierta tendencia a tocar las pelotas y a hacer sus propios planes, no me lo puso nada fácil. 

Más de diez años tardamos en conseguir un embarazo que superara el primer trimestre, pero después de tantos disgustos, miedos, lágrimas, tratamientos y lucha, nuestro pequeño Superman consiguió también superar el segundo y pasarse de largo el tercero, pues nació, sano y perfecto, casi en la semana cuarenta y dos. ¿Querías embarazo? Toma, diez meses de embarazo. Tres años más tarde conseguimos que la carambola se repitiese y nació nuestra Wonderwoman, esta vez tras ocupar mi útero “solo” cuarenta semanas.

Obviamente, diré que no puedo ser más feliz. Tengo dos hijos sanos y maravillosos que me convirtieron en lo que había querido ser desde que tuve uso de razón, por no decir mucho antes incluso. Soy muy consciente de mi fortuna. 

No obstante, con mi mayor deseo y anhelo vital cumplidos, la vida volvió a darme una lección de esas de las suyas: la felicidad no es constante. Vibra. Va y viene. Da saltos. Se debilita y se intensifica sin un patrón ni ningún tipo de control por tu parte.  

Y, como si con la sabiduría de semejante maestra no tuviera suficiente, mis hijos me enseñaron que la maternidad no es, para nada, lo que pensaba. Es que no está ni cerca.

Si todo va bien, das a luz, te llevan a tu habitación e inmediatamente te trasladas a una dimensión extraña en la que solo existes tú, tu pareja si la tienes, y Él o Ella. Ese bebé precioso (cuqui, en el mejor de lo casos) que, desde el mismo momento en que sale de tu cuerpo, se transforma en el centro del Universo conocido, mandando a la mierda todo lo demás. Y ahí os quedáis, flotando en la inmensidad, respirándole, llenando tus pulmones de él o ella. Oh, el Nirvana.

Pero, amiga, el efecto de las drogas tiene una duración determinada, y de pronto, pop, la burbuja estalla. Caes en la cama del hospital y empiezan a pasar muchas cosas. El bebé llora, o no llora y quizás debería ¿no? ¿Es normal que se duerma? ¿No debería querer el pecho? ¿Por qué no lo quiere? ¿Ha meado? ¿Ha hecho caca? ¿Querrá comer? ¿Por qué llora? ¿Cómo que no debería darle chupete? ¿Que lo despierte? ¿No lo despierto? ¿Alcohol para el cordón? ¿Pero eso cuando se cae? 

Y podría seguir así hasta el infinito, pero esa amalgama de preguntas, inseguridades y nervios se puede resumir en una palabra: MIEDO.

Pavor. Terror. Llámalo X, pero no mola nada. 

Te has pasado meses documentándote, pero nadie te ha preparado para eso, ni los libros, ni la familia, ni los amigos, ni los profesionales sanitarios. Probablemente lo sabías todo sobre cólicos del lactante, grietas en los pezones, leche de fórmula, toallitas, el cansancio, las noches en vela… pero a nadie se le ha ocurrido hablarte del miedo, de esa sensación de que no sabes nada y de que hacerte cargo de esa maravillosa y frágil criatura es lo más aterrador a lo que te has enfrentado jamás. 

A ver, no nos pongamos dramáticos, debemos tener en cuenta que las hormonas y la inexperiencia no ayudan. En realidad, con el paso de las semanas, o los meses, o un par de años, la cosa se estabiliza un poco, recuperas tu ritmo cardíaco habitual y hasta consigues, si no dominar, sí relegar al miedo a un discreto segundo plano para facilitar un poco que la vida siga su curso habitual y no termines encerrada en un psiquiátrico. 

Entonces alcanzas de nuevo el nirvana de la maternidad y los días transcurren sobre un arcoíris que fluye entre nubes de purpurina. 

NO.

Nada más lejos. 

Por lo que veo a veces en redes sociales podría pensar que es así, pero entonces yo he sido víctima de un sabotaje o me ha tocado una partida defectuosa, porque mi vida con hijos no se parece en nada a eso. 

Es muy duro darte cuenta de que tras diez años intentando ser madre, ahora que lo soy y por partida doble, no soy más que una caricatura de la madre que soñaba ser y no consigo irme a la cama cada noche sin haber pensado en algún momento cómo narices me he metido en esto. Pero, eh, los amo con locura, que una cosa no quita la otra. 

Es por la tensión. 

Un estrés que no he tenido nunca en los puestos de trabajo que he ocupado, y no porque no hubiera tenido ocupaciones con picos de estrés considerables. 

Experimentas un estado de alerta tal que, por sí mismo y aun en el mejor de los días, te deja extenuada. 

Los hijos se pasan el día tensando la cuerda, te ponen a prueba, te retan. Uno solo ya llega, dos no veas, y a partir de ahí, de verdad que no sé cómo lo hace la gente para sobrevivir y en buenas condiciones, desde aquí mi más sincera admiración. 

Mis hijos son adorablemente terribles y terriblemente adorables. Me paso el día saltando del “me meo contigo” al “me cago en ti”, en cuestión de segundos normalmente. No lo puedo evitar.

Son cariñosos, listos, graciosos como ellos solos y cada uno a su manera especial. En serio, me los comería con patatitas. Pero no dejan de ser niños pequeños, temerarios, trastos, movidos, alocados y con un nivel de exigencia y atención que, francamente, no soy capaz de saciar sin llegar al límite de mi autocontrol, y rebasarlo la mayor parte del tiempo. 

Arriba. No me quiero poner eso. Juguetes tirados. Caída. Pupa. Esta comida no me gusta. Vaso de agua derramado. Juegos. Quiero ver la tele. Eso no. Pelea. Llanto. Castigo. Más llanto. Pis. No apagues la tele. A jugar fuera. Caca. Tengo hambre. La bici. Patinete. Pelota. Pelea. Llanto. Carreras. Rodilla pelada. Un escape de pis. ¿Dónde se ha metido el mayor? Gritos. A casa. Ya. A recoger. Juguetes everywhere. ¿Te parece que ese es su sitio? Ropa sucia, sucísima. Baño. Agua por todas partes. Me peino yo. No me des tirones. Berrinche por cansancio. Cena. Yo quería salchichas. Llanto. Tenedor al suelo. Yogur en el pijama. ¿Me lees un cuento? Ese no. Otro, el ultimísimo. Parpadeo lento. Sueño. 

Dios, qué lindos son mis niños, míralos, parecen dos angelitos. No los puedo querer más.

-Mamá.

-¿Qué?

-Quiero agua. 

-Ten. Buenas noches.

-Buenas noches, te quiero.

(Muero de amor)

-Mamá.

-¿Qué?

-Quiero pis.

 

Y así todos los días.