Siempre se hablan de follodramas, pues hoy quiero hablar del mejor sexo de mi vida. Se llamaba David, pero nunca he vuelto a referirme a él con su nombre. Siempre es el bailarín.
No teníamos nada en común. Éramos como los dos extremos de una cuerda cortada. Se podía hacer un nudo con nosotros, pero no encajaríamos nunca.
Yo era la típica chica con carrera, su trabajo fijo, con más curvas de las que la sociedad aceptaba entonces, que vestía más bien recatada, muy tímida y con la autoestima en la cuerda floja. Y dos pies izquierdos para bailar.
Él era el típico chico malo del instituto, que no había logrado sacarse la ESO, sin trabajo, que vestía camisetas que marcaran sus músculos, que se sabía guapo y atractivo y con la autoestima por la altura del sol. Y, además, bailaba como un cubano, un colombiano y un brasileño juntos.
No teníamos nada en común, salvo una atracción física el uno por el otro palpable desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron por primera vez.
¿Os he contado que bailaba? La noche que lo conocí, aunque estábamos en una discoteca llena de gente, bailó para mí. A cada movimiento yo me iba mojando más y más. Os aseguro que, al final de la noche, la humedad había traspasado mi ropa interior y había llegado a los pantalones.
Aquella noche no hicieron falta palabras ni roces. Su mirada, sus movimientos y sus sonrisas sirvieron para tenerme caliente y que, al llegar a casa, solo hicieran falta dos segundos de mi vibrador para ver el cielo. O lo que yo creía que era ver el cielo.
Conectamos desde el primer roce. Fue como si alguien encendiera una mecha a nuestro alrededor e iniciara un fuego que lo devoraría todo.
Con él toqué el cielo, el cielo ardiente, rojo fuego y pasional. El que te deja K.O. El que te hace temblar las piernas mientras tu propia humedad te moja los muslos. El que te hace gritar y solo puede acallarse con una batalla de lenguas.
La primera vez que follamos, lo hicimos a ritmo de bachata. Movía sus caderas al ritmo de la música, haciendo que su pene se moviera dentro de mí de una forma tan extraña como placentera.
Los meses que estuvimos juntos, creo que follamos a ritmo de toda la música latina: bachata, salsa, reggaeton, algún tango y otros estilos que desconozco. También hubo días en que la calentura no dio para ponerse a buscar música y acabó empotrándome contra la pared. El viejo sofá, el suelo frío en verano, la ducha, la encimera de la cocina… todos fueron testigos de nuestra química.
Nunca nos consideramos una pareja. Ni siquiera follamigos. No quedábamos con nadie más, pero jamás hablamos de que éramos ni a dónde iría aquello. A veces nos decíamos «ñoñerías» después del sexo, pero no pasaban de «no he conocido a nadie como tú», «eres una chica muy especial», etc.
Al final todo terminó casi de un día para otro. Seguía habiendo mucha (muchísima) química pero, aunque nos opuestos se atraen, en nuestro caso no se aman. Yo era una chica de algo más y él un chico de algo menos y ambos sentimos que aquél era el momento de parar.
No parece un final feliz, pero para ambos lo fue. Yo lo recuerdo con cariño y estoy segura que él me recuerda de la misma forma.