He dudado muchas veces si contar mi experiencia en este foro o no, pero al final me he dado cuenta de que necesito desahogarme y si mis palabras sirven para ayudar a alguien, mejor que mejor. Lo que voy a contar, a grandes rasgos, es la historia de la relación más tóxica que he tenido en mi vida.
Le conocí en la universidad hace unos 6 años, estudiábamos carreras distintas pero teníamos amistades en común. Parecía el chaval perfecto: gracioso, simpático, divertido, comprensivo, amigo de todos. Estaba pasándolo muy mal por una ruptura con infidelidad que le había dejado hecho polvo y yo me convertí en su paño de lágrimas. Yo tenía pareja en ese momento y él empezó otra relación al poco tiempo. Durante unos cuatro años mantuvimos el contacto, quedábamos de vez en cuando y nos contábamos las miserias de nuestras respectivas relaciones, parecía que poco más nos unía, pero aún así seguíamos quedando cada cierto tiempo. Llegó un momento en que me cansé de que siempre criticara a su pareja, como si él fuera un santo que no había roto un plato. Nunca hablábamos de ninguna otra cosa; todo giraba en torno a sus problemas de pareja, a sus problemas sexuales con ella (que relataba sin respetar su privacidad en ningún momento), y me alejé de él.
Un tiempo después volvió a escribirme. Yo lo había dejado con mi novio hacía poco tiempo y él también acababa de quedarse soltero. Insistía en quedar, decía que tenía muchas ganas de verme, y pensé que sería un buen momento para retomar el contacto desde cero. Ojalá nunca lo hubiera hecho.
Quedamos esa vez y otras tantas más y al final de la noche nos liábamos, alcohol de por medio. Él me atraía hasta cierto punto, me hacía reír, pero no lograba sentir nada más allá. Yo estaba pasando por un momento emocional muy delicado por mi reciente ruptura y simplemente me dejé llevar sin pensar en lo que hacía. Era divertido salir con él, beber, dejarnos llevar, reír. Pero nada más: esta persona no me llenaba y tenía puntos muy feos que me echaban hacia atrás. Impuse una cierta distancia que duró un par de meses, hasta que me volvió a escribir y el tonteo comenzó a hacerse más evidente. En aquel entonces yo estudiaba fuera de casa y cuando iba de visita a mi ciudad siempre quedaba con él. Se deshacía en detalles conmigo: flores, pequeñas joyas, golosinas, me invitaba siempre a tomar algo, siempre me halagaba, me hacía reír… Y yo me dejé llevar más que nunca. Le vi entregado, realmente interesado en mí, y pensé que quizás podríamos tener algo bonito. Sin embargo, no todo era tan de color de rosa como parecía al principio. No tardé mucho en darme cuenta de que en el fondo era una persona con muchos, muchísimos desequilibrios emocionales, que a menudo pagaba conmigo todas sus frustraciones. Tan sólo llevábamos un mes juntos cuando una noche comenzó a gritarme, pegarme y empujarme en mitad de la calle. Después de aquello yo tendría que haber huido; quien te quiere de verdad no te maltrata y yo lo sabía, pero ya era demasiado tarde. Estaba enganchada a él y no era capaz de ver la realidad.
Él siempre tenía la excusa perfecta. Siempre tenía un regalo bajo la manga para pedir perdón. Siempre era encantador, maravilloso, amigo de todos, buen hijo, buen trabajador, el jefe ideal. Con todos era increíble, pero conmigo revelaba su verdadera cara. «Con lo que yo te quiero», «anda que la suerte que has tenido conmigo», «si es que nadie te va a querer más que yo», solía repetirme. Y claro, yo, ilusa de mí, me lo creía. Eran frecuentes sus bromas de mal gusto, sus comentarios lascivos hacia otras mujeres delante de mí, sus escenas de chantaje, control y victimismo, sus acusaciones constantes. Luego lo arreglaba todo con sus ojos de cordero degollado, sus lágrimas de cocodrilo y sus falsas promesas de cambio que nunca, jamás se materializaron. Él lo compraba todo con dinero e intentó hacer lo mismo con mi cariño. Me invitaba a cenar, me llevaba a todas partes en su coche, casi todos los días aparecía con un obsequio. Pero ni todos los regalos del mundo eran suficientes; yo lo que necesitaba era una pareja que me cuidara y respetara de verdad. Pero lo peor estaba por llegar.
En los últimos meses de la relación, entre las muchas escenas violentas que tuvieron lugar, recuerdo un viaje de fin de semana que hicimos a Madrid. A las cinco de la mañana, en plena Gran Vía madrileña, echó a correr solo hacia el hotel y me dejó sola en mitad de la calle. Cuando yo llegué, estaba completamente dormido, borracho como una cuba (siendo diabético además) y no me dirigió la palabra ni esa noche ni en todo el día siguiente. Poco después me dijo que había sido porque le parecía que yo estaba intentando ligar con el amigo con el que habíamos quedado esa noche. Un chico al que yo no conocía de nada y con el que sólo traté de ser agradable.
Recuerdo el día de su cumpleaños, ir a cenar a un sitio, darle sus regalos y que no les hiciera ningún aprecio. Todo lo que él me daba era maravilloso, pero parecía que lo que yo le ofrecía nunca era suficiente del todo. Después de la cena, le insistí en que no cogiera al coche, pues había bebido un poco y debido a su enfermedad el alcohol le subía bastante. Pero a él le daba todo igual, especialmente mi seguridad. Me obligó a meterme en el coche y condujo a una velocidad de vértigo por la autovía. Yo estaba aterrada, era de noche y creía que nos íbamos a matar. Sólo pensaba en mis padres, en el disgusto que se podrían llevar si me pasaba algo. Le gritaba una y otra vez que bajara la velocidad, pero él se aferraba al volante y pisaba el acelerador con fuerza mientras decía palabrotas y ponía la música a todo trapo.
Y recuerdo muchos, muchos días más. Miles de feos, malas caras y contestaciones, humillaciones en público y en privado, chantajes para que tuviéramos relaciones incluso cuando no me apetecía. Llegó un momento en que no pude más y después de las advertencias de mis amigas, decidí dejarle. Pensé que me había librado de él definitivamente y estaba feliz, pero nada más lejos de la realidad. Poco tiempo después, me escribió un correo diciéndome que estaba enfermo del corazón y que le operaban en pocos meses. Que sólo quería decírmelo por si le ocurría algo y no podía despedirse de mí. Y yo, ingenua, ciega, volví a caer. Volví de nuevo a su lado, movida por la pena y por la mentira de que quizás habría cambiado al ser diagnosticado con algo grave, pero no. La gente así rara vez cambia. Durante los primeros días de reencuentro todo era maravilloso e idílico, pero a las pocas semanas empezó sutilmente a tratarme mal de nuevo. Sin embargo, esta vez ya tenía antecedentes de todos los meses que habíamos estado juntos y decidí retirarme antes de que la situación fuera a peor. Quedé con él una tarde y le dije que lo nuestro se acababa. Al principio pareció entenderlo, pero el muy astuto siempre tenía un as bajo la manga. Me convenció para tomarnos una última cerveza en el bar de un amigo. Yo no quería, pero insistió tantísimas veces (y siempre con el chantaje de que podría ser su última cerveza) que al final accedí. No contento con ello, le pidió una botella con un licor muy fuerte al amigo y empezó a servirme chupitos. Yo no quería beber, lo juro. La cerveza que me había tomado me había subido muchísimo debido al disgusto que llevaba encima y a que había estado sin comer durante varios días, pero él insistió mil veces, hasta me puso el vaso en la boca. No sé exactamente cuántos me tomé, no lo recuerdo. Lo único que sé es que estaba muy mareada, no podía valerme por mí misma e incluso comencé a temer que me hubieran echado algo en la bebida, porque nunca, jamás, se me había subido tantísimo el alcohol. Llamó a un taxi y suspiré aliviada, pensando que me dejaría en casa. Pero no, él siempre tenía que salirse con la suya. Me dijo que para que mis padres no me vieran así, mejor íbamos a su casa (que está en la otra punta de donde yo vivo) hasta que se me pasara. Yo no era capaz ni de abrir la puerta del taxi, todo me daba vueltas y a duras penas era capaz de hablar y mucho menos de mantenerme erguida. Me llevó a su casa, me tumbó en su cama. Y abusó de mí. Ahí estaba yo, inmóvil sobre la cama, con su peso muerto, asqueroso, encima de mí, manoseándome, baboseándome, mientras yo murmuraba que me dejara en paz, porque ni de gritar era capaz.
A las cinco de la mañana me desperté. Estaba medio desnuda en esa cama y él no paraba de llorar y de decir que me había violado, y que ahora yo le denunciaría y le jodería la vida. Miré el móvil, tenía cerca de 50 llamadas perdidas de mi madre. Ella siempre me ha dado libertad para llegar a casa, pero lo último que sabía de mí es que esa tarde yo había quedado con él para dejarle y aún no había vuelto. Sabía que algo pasaba y estaba preocupada. Me vestí, volví a casa, me di una ducha fría y aparenté durante todo el día de trabajo que todo estaba bien, pero por dentro estaba destrozada. Se lo conté a mi madre y me apoyó, ella siempre supo que ese chico no era trigo limpio. Los días siguientes fueron un infierno, tenía miedo de que no hubiera usado precauciones conmigo y le pregunté abiertamente la verdad. Insistía en que sólo me la diría si quedábamos una vez más, una última vez. Pero esta vez estaba demasiado rota como para volver a caer. Le bloqueé de todos, absolutamente de todos, todos los lados. Esperé varios días, me hice una prueba de embarazo y di botes de alegría cuando salió negativa. Y, sobre todo, comencé a ir a terapia psicológica. Me di cuenta de que era la única manera de superar el calvario que este tío me había hecho pasar, era la única manera de salir adelante, superar la dependencia y no volver a caer en sus redes. El sentimiento de culpa desde entonces ha sido muy grande. «Tal vez si esa noche no hubiera ido al bar de su amigo no habría nada que lamentar…» «Tal vez tendría que haberle denunciado» «¿Por qué no le dejé antes, cuando todo el mundo me advertía?». Pues porque no era capaz. Porque estaba completamente manipulada, a su merced, bajo la falsa creencia de que era el novio perfecto y de que sus errores no eran tan grandes como yo creía.
Han pasado seis meses y lo que he hecho desde entonces ha sido reconstruir mi vida. Seguí yendo a terapia, me centré en mí misma, en construir mi autoestima, en eliminar el sentimiento de culpa, en cuidarme y valorarme. Os seré sincera: todavía no le he perdonado todo el daño que me ha hecho y dudo mucho que algún día llegue a hacerlo. Pero sí os puedo decir que me he perdonado a mí misma por haberme querido tan poco como para estar durante un año con un maltratador de manual. Ahora él campa a sus anchas y volverá a embaucar a otra pobre desgraciada, y éso es lo que más me duele de todo. Pero lo único que me importa realmente es seguir con mi vida, superar todo el daño que me hizo y salir adelante, porque se puede. Os prometo que se puede. Si estás pasando por algo así, abre los ojos, háblalo con tu gente, busca ayuda y sal de ahí. Aunque creas que no puedes, te aseguro que sí eres capaz, y una vida libre y maravillosa te espera ahí fuera.