Vivimos en una sociedad muy medida, donde (ouh yeah) no importa mucho si lees o no, lo verdaderamente importante es QUÉ-CÓMO-CÚANDO subes fotos a Instagram (porque tienes Instagram, ¿no?) y si estás (o no) DELGADA. Si estás delgada te comes el puto mundo y si no… ¿Y si no qué?

Recuerdo aquella época en la que yo misma entré en un bucle de insatisfacción personal. No me aceptaba a mí misma y (pensaba) el exterior tampoco. Estoy gorda. Mala suerte. Podía haberme tocado una genética privilegiada y subir fotos a Instagram con mi preciosa tripa plana, pero, oye, que no me ha tocado. ¿Qué hago ahora para parecer (y ser) una triunfadora? ¡YAS! Deporte y… (redoble de tambores) ¡YAS! Dieta.

Siempre he pensado que, por supuesto, comer sano no es malo y que, por supuesto (x2) hacer deporte tampoco. El problema viene cuando no mides y pasas de 0 a 100 en cuestión de semanas. Así empecé mi andadura en el fitness. Entrenador personal que me daba mi dieta y mi plan de deporte. Sencillo, ¿eh? El problema venía en las comidas familiares cuando mi abuela se me acercaba y me decía:

“¿Qué no vas a comer lo que hemos hecho? Pues mira… estás tú fina.”

(Nótese la doble ironía de mi abuela: no, no estaba fina y, lo hacía para conseguirlo).

Al principio no fue tan bestia, he de aclarar. Iba a entrenar, empezaba a comer sano, sin embargo, la vida me sorprendió a mí misma viéndome meses después pesando hasta el aceite, midiendo absolutamente cada gramo que ingería y machacando mi cuerpo a más no poder. A mí me parecía bien, yo veía resultados. Pero… ¿Qué pasa con la salud mental? Cada vez tenía ataques de ansiedad más seguidos, me era imposible tener ningún tipo de actividad social porque truncaba los planes de los demás:

  • Oye, ¿y si vamos todos a la pizzería esta noche? ¡Unas cañitas para relajarnos!
  • No puedo…
  • ¿Por qué, tía?
  • No, mira, porque…

(PORQUE NO QUIERO LLEVARME EL TUPPER A TODOS LADOS, VAMOS A VER).

… porque tengo unos objetivos y no puedo tirar todo el trabajo por la borda. Ya otro día (MEH, MENTIRA).

Así una y otra vez. Hasta que uno acaba más solo que la una (lo que tampoco ayudaba a mi estabilidad emocional).

Me recuerdo a mí misma viendo vídeos y vídeos de gente haciendo retos de comida, del tipo: “10.000 calorías challenge”. Y yo babeaba en casa y me moría de envidia (y de ansiedad). Todo duró unos 9 meses. 9 meses que aguanté el tipo como una jabata, pero mi mente no pudo más. El momento exacto en el que me di cuenta de que todo había sobrepasado límites que no debería haber sobrepasado fue cuando me miré en el espejo y vi que, sí, por mucho vientre plano y muy tonificada que estuviera, de nada me servía: no era feliz. Y yo empecé esto para ser feliz. Así que, lo dejé.

Con el tiempo me he dado cuenta de que, por mucho que nos esforcemos, uno no puede cambiar lo que siente hacia uno mismo. Si tu autoestima es baja, tener un vientre plano, el pelo largo, o los labios gorditos no cambiará nada. Tarde o temprano la infelicidad volverá. La clave, quizá, está en aprender a quererse a uno mismo. Poquito a poquito (suave, suavesito… perdón).

Mirarte en el espejo y no darte asco o no reconocerte en lo que ves tiene solución. Pero primero está la mente. Quiérete de verdad y entonces, si sigues queriendo, cambia, haz deporte, come sano. No juegues con los extremos, pero disfruta de todas las oportunidades que hay y HAZ LO QUE QUIERAS CON TU VIDA.

Si hay algo que me hubiera gustado escuchar a tiempo es “cómete los prejuicios” (especialmente, aquellos que se escondían en mi mente). Cómetelos a bocados y disfruta, que la vida, amigos míos, es solo una. Y que estás muy guapa, y que vales mucho, y que el éxito no se mide (ni se garantiza) por una báscula. Y, oye, que las abuelas son muy listas, cómete lo que te pongan (al menos, de vez en cuando).  ????

Smel Serendipia