Desde hace un par de años me siento abuela. No me refiero a llevar mal mis treinta y cuatro añacos (eso sólo según días y depende de la cantidad de vino ingerida la noche anterior), sino a que de algún modo a todo el mundo le da por contarme sus enfermedades.

Después de mucho meditar tengo que admitir que la culpa es mía. Normalmente todo empieza con un sencillo “yo es que no puedo comer cereales” y ya, ahí se desatan la ganas del respetable de contarme sus males y sus andanzas por las consultas médicas y yo no sé ponerle freno.

Pero sucede algo curioso cuando te paras a escuchar (es bonito escuchar a veces, y no poner siempre esa cara de “música de espera”) y es que de repente, como quien no quiere la cosa… DESCUBRES UN PATRÓN.

Y cuando te das cuenta de ese patrón, te sientes como Beckett, miss Marple y Jessica Flecther todo en uno por tu agudeza mental. Sí, mis queridas, de repente te das cuenta de que las mujeres somos unas HISTÉRICAS. Con mayúsculas y todo.

Como resumen a un periplo de más de siete años rodando por diferentes médicos, os diré que lo que comenzó con un “a mí que estés cansada no me dice nada, no es síntoma de nada” terminó con un doble diagnóstico tiroideo y digestivo y una pequeña visita a un quirófano. Ahora, con los datos en la mano, al menos puedo trabajar para sentirme mejor y dejar que mi nutricionista me ayude. Pero para llegar hasta ahí tuve que escuchar un millón de veces que lo mío “eran nervios”. Que somatizaba el estrés. Que tenía que tranquilizarme, ¡hombre ya! Llegué a visitar a una psicóloga porque me autofustigaba pensando que si de verdad no me pasaba nada, no tenía excusas para no levantarme del sofá (soy un pelín multitarea). Me frustraba y he llorado como una boba porque no entendía que me pasaba (Nota: soy de esas a las que llorar se le da más bien mal, así que entended cómo estaba de desesperada).

No es que todos los médicos me ignoraran, pero en general, sin pruebas, todos me remitían a mis supuestos nervios.

Hasta aquí, una historia sin más con final diagnosticado. Pero me he dado cuenta de que a través de las conversaciones sobre alimentación, he conocido a muchas chicas que me narran situaciones similares. “No puedo comer porque no me entra nada”, “sólo me entra un yogur porque lo demás me sienta fatal”, “llevo meses sin dormir bien pero no sé por qué”. Y todas (aún no he conocido un chico que me cuente lo mismo) me han terminado diciendo: “ya me ha dicho el médico que son nervios”. Y lo más grande: “me han dado pastillas para los nervios”. ¿Pruebas médicas? ¡Para qué!

He visto a unas cuantas mujeres increíbles angustiadas y pasando por el mismo auto-fustigamiento que tanto me suena, porque encima se sienten culpables de sentirse enfermas. De caer exhaustas en cuanto pueden o de perder las ganas de interaccionar con el mundo en general.

Allá por el siglo XIX la histeria se les diagnosticaba a las mujeres ante causas poco determinantes o simplemente “cuando eran propensas a crear problemas”. Y los médicos, unos genios, la curaban a base de masturbar a las susodichas histéricas. No comment.

Se ve que hoy queda feo decir que somos unas locasdelcoño  histéricas y prefieren decir que “somatizamos los nervios” y recetar pastillas como si no hubiera un mañana. Como si fuera lo más normal. Porque entender mejor el cuerpo femenino, por lo visto,  no les apetece tanto.

Raquel Venancio Zambrano

Nota: quiero dejar claro que confío plenamente en la buena praxis de la mayoría de los y las médicos. No es un ataque contra el cuerpo médico sino contra lo poco que se estudia la causística propia de los cuerpos femeninos, de sus hormonas y de la alta incidencia de algunas enfermedades. Y que negaos los hay en todas partes.