Saltamos de la cama, corremos para llegar a tiempo, vamos de un lado para otro, nos olvidamos de desayunar, por el camino nos tropezamos y nos pasamos el resto de la jornada con dolor en la rodilla y cuando llega la noche nos vamos a dormir a las tantas porque nos quedamos pendientes de alguna cosa… Nuestros días son largos, cada vez más. Contorsionamos nuestro cuerpo como un chicle para poder llegar a todos lados sin darnos cuenta de algo tan básico como que nuestro cuerpo tiene un límite.

¿Por qué hay que prestar atención a esto? Seguro que estamos todas muy acostumbradas a hacer malabares y no pasa más factura que una semana agotadora. Sin embargo, a mí me gustaría hacer hincapié en esas veces que nos sobrepasamos y no le damos al cuerpo lo que necesita. Descanso, comida, luz, ¡si es que somos como una planta o una mascota! Pensamos que podemos tirar millas con él y no se quedará más que en “qué cansada estoy hoy”.

¡Pues error! Esto es importante, ¡el cuerpo peta! Y no somos conscientes de que nos jugamos la salud tratando de llegar a todo y no prestando atención en cómo lo hacemos. Estoy sensible con el tema porque yo también pienso que soy una superheroína… Creo que me echen lo que me echen, voy a llegar con todo. ¡Y se llega! Pero la cuestión aquí no es sobre quién puede con más, si no el precio que le pasa a nuestro cuerpo cuando hacemos estas cosas.

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Dormir.

Lo sé, lo sé… Básico indispensable. El tiempo no da, tienes que sacarlo de algún lado, ya tomaré otro café o me pasaré al Red Bull… Y cuando duermes 3 horas una noche, 2h la siguiente, 1h la que va después y la cuenta atrás te lleva a efectivamente empalmar una cuarta… a tu cuerpo le pasan cosas. Tiemblas, el destemple te lleva a marearte, te salen pequeñas manchitas por la piel, como si cambiara de color, ya no hablo de las ojeras que son como moratones…

Comer.

Otro básico. Pero cuando has pasado por la fase 1 “no dormir”, la fase 2 es más básica aún. No tienes tiempo para comer, lo haces aprisa, mal, y cansada. No tienes energía para precisamente escoger los alimentos que te pueden dar más y, consecuentemente, comes rápido y algo que tu cuerpo no va a procesar bien en semejantes circunstancias. Luego vas, y lo riegas con OTRO café.

Desconectar.

Nadie mejor que yo te entiende: no tienes tiempo ni para respirar, menos lo vas a tener para sentarte durante media hora, relajarte y pensar en otra cosa, leer la prensa, charlar o tan solo ver el tren pasar. Desconectar el cerebro como quien apaga el móvil (sé que nadie apaga el móvil ya, ¿vale?) puede ser el chute de energía que necesitas cuando no has hecho caso en las fases 1 y 2.

Razonar.

Tu cuerpo a estas alturas es un manojo de nervios, una cuerda en tensión, un jarrón que rebosa y que al mínimo movimiento va a empezar a emanar sin control. Tu mente ya no está despejada porque tu cuerpo vale menos que si te hubieras convertido en un zombi. Es en esos momentos en los que cuesta darse cuenta de que no se puede llegar a ese extremo… porque te has vuelto la loca de los gatos de Los Simpson.

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Cuando se llega al límite del cuerpo y te juegas la salud es cuando ves claro que nada merece la pena. Pensamos que no se va a llegar, pero un desmayo, descubrir tu cuerpo lleno de marcas, o hasta no reconocerte en el espejo deberían ser el augurio para saber que hay un paso posterior peor y es hora de parar. Estirar el chicle hasta que rompe no merece la pena por nada ni nadie. Sencillo y repetitivo como pueda sonar, ¡cuídate! Invierte en dormir un rato más, en prestar atención a qué comes y cuándo, en darte premios. Si lo haces notarás que no hay nada mejor que saber que tu cuerpo está feliz contigo y no enciende la alarma sin parar.