Aunque me cuesta, voy a narraros uno de los capítulos más turbios de mi vida, aquel en el que me convertí en una persona desconsiderada que no tuvo reparos en dañar los sentimientos de un ser humano sensible y bondadoso.
Desde tiempos ancestrales, los principales causantes de las mayores atrocidades del ser humano han sido el dinero, el poder, la religión y el sexo. Ya os iréis imaginando por dónde van los tiros. No era rica ni poderosa, y no iba a misa desde mi primera comunión. Efectivamente, el sexo estaba detrás de mí recién descubierta vileza.
Una noche de San Juan, conocí a Alex. La llama prendió entre nosotros como madera en las hogueras que nos servían de telón de fondo. Desprendía cierto halo de misterio y sensualidad. Su camisa blanca nívea, en contraste con su piel morena, y esa sutil manera de tomarme por la cintura, más como una caricia frugal que como un agarre, contribuyeron a despertar mis instintos más primarios.
Esa noche jugué todas mis cartas, desplegué mi arsenal de encantos. Tiré de ingenio, de simpatía, aproveché para atusarme el pelo y cruzar las piernas de forma distraída cuando le sorprendí mirándome. Le hablé de mis logros, de una forma aparentemente casual –pero absolutamente estudiada-. Me dejé la sonrisa puesta toda la noche.
La primera vez que nos acostamos, la cosa fue bien; pero la segunda, os juro que vi chiribitas. Los ojos se me volvieron del revés, mi piel se erizó. Jamás había compartido cama con alguien con semejantes dotes amatorias. Lo tenía todo: era el amante menos egoísta del mundo, además de habilidoso a todos los niveles (manual, oral, técnica y mecánicamente). Sabía qué hacer para volverme loca; parecía conocer mi cuerpo mejor que yo misma. Sentía como si una especie de ser superior destinado a darme placer le estuviese dando instrucciones por un pinganillo.
Comenzamos a vernos de manera continuada. Compartíamos fluidos, pero también cenas y copas. Sin embargo, notaba que algo fallaba. Los fuegos artificiales que sentía durante el sexo, se apagaban cuando abandonábamos la alcoba (la alcoba, el sofá, el suelo, o la parte superior de la lavadora). Éramos como un adictivo cóctel compuesto por dos únicos ingredientes: noches de alcohol y sexo.
A la mañana siguiente, entre café y tostadas, yo parecía verle bajo una luz distinta. Lo que confesaré a continuación os sonará aberrante: A veces, su mera presencia me provocaba rechazo. Era como si no me cayese bien, por todo en general y por nada en particular. No había nada objetivamente malo en él, pero su perfeccionismo me resultaba pedante; su risa me chirriaba y hasta su inofensiva costumbre de tararear mientras preparaba el desayuno, solía desquiciarme.
Él, por el contrario, parecía obnubilado conmigo.
Fingí como una profesional. El Oscar a la mejor actriz de reparto podría estar brillando en la vitrina de mi salón si la Academia me hubiese echado el ojo. Me comportaba como si el sentir fuera mutuo, correspondía a sus gestos de cariño. Pero solo me sentía a gusto con él cuando estábamos en la cama, o estando borracha. Borracha porque en ese estado me olvidaba de todo lo demás y porque sabía cuál sería el colofón tras una noche de alcohol: el sexo. Sexo que, por si no ha quedado claro, podría catalogarse como una de las siete maravillas del mundo. Suena terrible, pero estoy siendo brutalmente honesta, escribo desde las vísceras.
Alex decía estar enamorándose. Me colmaba de detalles, se preocupaba por mí, me preparaba cenas…. Yo solo pensaba en qué tenía que superar aquellos “trámites” para acabar en la cama con él.
Cuando me hacía las preguntas de rigor (“¿En qué punto estamos?” “¿Qué somos?”), yo me escudaba en rancios argumentos del tipo “las cosas de palacio, van despacio””. Iba dándole falsas esperanzas y con mi actitud impostada, le trasladaba mensajes implícitos del tipo “espera, vas bien, solo necesito tiempo”. En mi interior, sabía que no era verdad. Cada vez que me planteaba poner fin a lo nuestro, acababa por decirme a mí misma “Solo una vez más”. Y después de esa vez, venía otra, y después otra. Era como tener delante una bolsa de chucherías. Sabes que debes parar de comértelas., pero, mientras las tienes en mano, no puedes evitar engullir una y otra más.
Los meses pasaban y alcancé el punto de no poder más. Para rematar, terminé mi farsa de la manera menos empática posible: le envié un WhatsApp . Sí, lo que leéis. Le hice creer que podríamos construir algo, pasé tiempo a su lado solo para tener sexo y le dejé por WhatsApp. Además de hipócrita, cobarde.
Él se plantó en mi casa y exigió explicaciones. Le vi llorar, y lloré yo.
Pensaba concluir con un alegato sobre posibles causas por las que me comporté así, intentando escudarme en razones como la baja autoestima o la necesidad de reafirmación. Pero lo cierto es que no tengo motivos que puedan excusar mi comportamiento. Nunca fui una persona cruel.
¿Me arrepiento? Sí y no. Cuando me asalta el recuerdo de un Alex lloroso se me parte el alma. Pero los encuentros apasionados que viví con a él, que no me los quite nadie.
Todos tenemos un lado oscuro. A veces está tan oculto que nos pilla muy de sorpresa cuando sale a relucir. Yo también creía ser incapaz de hacer algo así, hasta que lo hice. Jamás me hubiese identificado con esos comportamientos, hasta que los tuve.
Todos somos el malo en la película de alguien. A veces somos víctima, a veces verdugo. Cuando quieres darte cuenta, eres la villana del cuento. Yo también creía ser Caperucita, pero, en esta ocasión, me convertí en El Lobo.