En realidad no sé si la he adoptado yo a ella o ella a mí.
Es mi vecina, está sola en el mundo y tiene 78 años. Se llama Pilar, sus hijos no le hablan, su marido murió hace mucho y con lo que le cuesta caminar ha dejado de poder ver a sus amigas. A todo esto sumadle todo el tema COVID y pánico que tiene a salir a la calle.
Nuestra amistad surgió con uno de tantos carteles que vimos en pandemia ‘si alguien necesita ayuda para la compra que me avise, vivo en el 3ºD’. Lo colgué animada por ver cómo la gente lo subía a sus RRSS y pensé ‘por qué no voy a ayudar yo también?’ y nada, Pilar acudió a mí para que le hiciera la compra.
Me pasaba la lista por debajo de la puerta y yo le dejaba la comida en el mismo sitio, cuando se ‘relajó’ la cosa, me invitó a pasar a merendar, a contarme su historia y a dejarse conocer. Yo empecé a contarle mis dramas con mi curro, con mi ahora ex y con mi madre, me ayudó como nunca nadie lo había hecho, desde el cariño y el respeto, encima con la mente más abierta que muchas de las juventudes que me rodean.
El caso es que en Noche Buena la invité a cenar a mi casa, se quedó a dormir porque se lo pedí yo y desde entonces estamos viviendo juntas. Se lo pedí como quien pide matrimonio, me puse nerviosa y todo ‘Pilar, ¿te quieres quedar a vivir conmigo?’.
Su cara.
Se puso a llorar, lágrimas caían y caían por su cara, empezó a darle un ataque de risa y cuando me dijo que sí nos abrazamos y nos pusimos a reír y llorar a la vez las dos.
Así que nada, aquí en el sofá, mientras vemos Sálvame os digo que nunca sabemos qué nos depara la vida. Tú te esperas viviendo con un maromo de dos metros y ojos verdes y acabas con una abuela de casi 80, y sabéis qué, que estoy encantada.