Con un suspiro, miras el reloj. Las diez menos cuarto, hace ya una hora que no entra nadie y, seamos sinceros, llevas desde las dos viendo pasar a todo tipo de estirpe y tienes ganas de llegar a casa. Mientras comienzas a cuadrar la caja, accionas el mando de la persiana que, con un ruido excesivo, empieza a cerrar la que a esta hora se convierte en la puerta de la desidia. Con un último golpe seco contra el suelo se hace el silencio, como única excepción, las monedas que rebotan contra el cajón mientras sacas las últimas cuentas. Estás a punto de apagar cuando lo oyes… una sacudida. Guardas silencio, cuestionándote si has oído lo que has oído o si son delirios de un sábado por la noche. Y vuelve a sonar. La sacudida de los nudillos contra la persiana. Una, otra vez.
-¿Sí? – Respondes, aguzando el oído, mientras tu corazón palpita como si una horda de zombis estuviera al otro lado del entramado metálico que te separa del pasillo.
-¿¡Ya estáis cerrados!? Necesito una cosa… ¡Es muy urgente! – responde la voz que en ese momento podría haber salido de las cuerdas vocales del mismísimo dios del inframundo.
Dentro de ti se despierta una ola de cólera, acompañada de reprobación y, por qué no, una pizca de arrepentimiento. Revisas el reloj, las diez en punto, la hora del cierre. Tras pensarlo dos veces, vuelves a presionar el botón que abre la entrada que te conecta con el mismísimo infierno… y ahí está. Metro cincuenta, ya entrada en los sesenta, sonrisa suspicaz, de victoria. Su mirada lo dice todo… «he ganado».
– Ay, hija, perdona. Sé que ya estábais cerrados pero es que necesito ¡CON URGENCIA! – recalca – un par de pinceles.
Tu sonrisa se congela en una mueca de contención, bilis y veneno.
– Adelante, elija los que necesite. – Le respondes mientras maldices para tus adentros.
Te mira de reojo, con satisfacción y, justo en ese momento, te das cuenta de que este encuentro no acaba aquí. No. Está dispuesta a castigarte por haber bajado la persiana antes de tu hora. Está dispuesta y lo va a hacer. Una vez ha cogido los pinceles más económicos de los que dispones, decide hacer la vuelta de la victoria. Diez y diez. Sin prisa, se pasea por la tienda, acaricia con las yemas la superficie de todas y cada una de las cajas que tenemos en exposición, moviéndolas milimétricamente mientras siente cómo tu capacidad de contención va haciendo aguas.
Diez y cuarto. Ha decidido apiadarse de ti y se acerca al mostrador con sorna, depositando dos pincelitos pequeños, para detalles, te explica. La operación no supera los tres euros y eso la complace. Sabe que ya habías cerrado la caja y su sonrisa se ensancha.
Nunca pensé que conocería a Satán de cerca y cuanto menos que sería una mujer mayor con fular de flores, pero juraría que vi asomar bajo su falda una cola roja que se sacudía, despidiéndose, mientras cruzaba el umbral de la tienda.