Cuando vi a Lola en la isla de las tentaciones llorar amargamente por Horux y vi cómo la gente se meaba de risa… me enfadé. Me enfadé porque la entendía, me enfadé porque la entiendo, me enfadé porque ahora mismo lo estoy viviendo en mis carnes y siento un peso en el pecho que no me deja casi ni respirar.
El confinamiento y la pandemia nos ha pasado factura, hemos acabado muy hartos el uno del otro. No es que antes las cosas estuvieran bien, pero esta situación ha sido la gota que ha colmado el vaso y ya no podemos más, después de trece años juntos por su salud mental y por la mía hemos llegado a la conclusión de que lo mejor que podemos hacer es separarnos, alejarnos y empezar desde 0 solos, porque juntos no estábamos yendo a ninguna parte.
Pues bien, el perro se lo queda él. Está a su nombre, se lo regalé yo, es suyo. Además soy honesta y sincera, lo quiere más a él, tiene devoción absoluta por su humano, pero eso no hace que me duela menos. No sé cómo voy a vivir sin él, han sido siete años viéndolo crecer, sacándolo a pasear, estando conmigo en mis peores momentos… Porque cada vez que yo estaba mal mi chico no se daba cuenta, pero el perro sí, se me sentaba al lado, apoyaba su cabeza en mis piernas y se quedaba ahí, quieto, conmigo, hasta que yo por fin decía moverme y hacer algo con mi vida, daba igual las horas que fuesen.
Mientras escribo todo esto lloro, lloro porque me despido, lloro porque no le voy a tener en mi vida, lloro porque duele.
Lola, querida, no sabes cuantísimo te entiendo.