El otro día recordaba con unas amigas el fin de semana que conocí por primera vez a los que iban a ser mis suegros. Llevaba más de un año en una tórrida relación con su hijo y después de mucho follisqueo y amor de ese que solo se ve en las telenovelas el muchacho hincó rodilla y a mi literalmente se me cayeron las bragas al suelo.
Así que como si de una película se tratase allí que nos fuimos los dos, un mes después de la pedida de mano, a pasar el fin de semana al casoplón que sus buenos padres tienen en la sierra. Señores de la sierra, mucho ojo, que yo había salido del barrio por primera vez con 17 años y ahora ya me codeaba con gente de esa que sale a montar a caballo y se va a esquiar cuando les place.
La cuestión fue que esa primera toma de contacto fue, como diría mi suegra, ‘baaaaaaaárbara’ (así, dejando caer las vocales, como con calma, todo como muy fino). Les llevé una buena bandeja de dulces que mi chico me había chivado que ella adoraba y se ve que la mujer estaba deseandito de saborear un buen merengue porque desde el momento que me vio con la bandeja entre las manos me convertí en su mejor nuera. O al menos hasta que llegó la noche.
Sabíamos nosotros que mis suegros son muy tradicionales, así que no esperábamos que valorasen eso de que compartiésemos colchón sin estar casados (aunque como os digo nos habíamos pasado los últimos meses dándonos candela que casi casi echábamos fuego). Pero debo decir que la idea de ver a mi suegra almohada en mano invitándome a tumbarme en el tresillo del salón, tampoco era mi idea de hospitalidad.
Aquel sofá era duro como una piedra del monte y encima cada asiento estaba separado por una madera que jamás entenderé cuál era la función de aquello. La buena señora pone sobre el sofá una manta doblada en dos (para qué queremos colchones teniendo mantas?) y me ofrece una almohada mientras me da las buenas noches. Según apaga la luz del salón veo que dos ojos brillantes se van acercando a mí, Irene, el galgo precioso de la familia me mira como buscando una respuesta a algo y después sin pensárselo dos veces se tumba sobre mis piernas tomando posiciones.
No entiendo nada, la perra se ha acomodado y aunque es un animal muy delgado pesa, vamos si pesa. Le mando un mensaje a mi novio preguntando qué coño para con Irene y él entre jijijaja me dice que ese sofá es su cama y que de gracias a que le he caído en gracia para compartir espacio. Osea, que me pasé 6 horas sin pegar ojo, intentando moverme mientras las maderas se me clavaban en la espalda y con las piernas aprisionadas por una perra que tan solo abría los ojos para quejarse si se me ocurría ponerme a mirar el móvil. Solo le faltaba soltarme un ‘apaga esa luz, humana!’ o reírse de mi pobre vida.
5 dormitorios tiene aquella casa, pero según mi suegra todos tienen dueño y ella es muy de respetar las cosas de los demás. Pero oye, el sofá era de Irene y le dio por saco cedérmelo aquella noche.
Sé que aquello fue una prueba de esa señora, una manera de saber si realmente quería a su hijo o si estaba preparada para la vida, porque sino no doy crédito. Estuve tres meses yendo al fisioterapeuta para arreglar mi dolorida espalda y no creáis, eh? que valoré el pasarle los recibos a ella, hubiera sido… ‘baaaaaaaárbaro’!