Fue un auténtico gilipollas. Y, aunque a día de hoy seguimos juntos, soy incapaz de perdonarle aquello. Entraréis a juzgarme, a cuestionar los motivos por los que sigo con él y mucho ‘blablablá’ detrás de la pantalla de vuestros teléfonos móviles caros. Desde ya aclaro que, en el “mundo real”, hay muchas razones por las que una pareja permanece unida y el amor no tiene que ser una de ellas precisamente. Es el caso de mi marido y yo.

La mala decisión de mi vida

Somos inmigrantes y, en un momento dado del pasado, transformamos nuestra relación en carnal en matrimonio para “hacer equipo” y prosperar. Un fallo en el anticonceptivo que usábamos, me llevó a un embarazo no planificado, pero que nos terminó pareciendo buena idea dada nuestra edad. Si queríamos ser madre y padre, era nuestra última oportunidad y decidimos abrazarla.

Ni fiesta de revelación de sexo ni sesión de fotos familiar, nosotros seguíamos cada uno con su vida, como buenos compañeros de piso. Era la vida que queríamos llevar, o al menos yo. Todo cambió, el día que un hematoma en la placenta puso en peligro la vida del bebé y el cerebro de mi marido implosionó y se convirtió en el pelma que es a día de hoy.

La mejor decisión de la suya

El niño se convirtió en el centro de su vida, pero a nivel patológico. Regaló a nuestro gato sin consultarme “por si arañaba” al bebé, no dejaba que ninguno de nuestros amigos lo cargase en sus brazos, me obligó (sí, obligar) a darle el pecho o a sacarme leche porque “la lactancia materna es lo mejor”, no volvió a trabajar después de la baja por paternidad, e incluso… ¡amenazó al casero de muerte!

Os explico: en el baño había una humedad; bastante grande, dicho sea de paso, que afectó a la pared contigua: nuestra habitación, donde colechábamos con nuestro bebé. Que si esporas, ácaros, moho… y los consecuentes peligros que puede acarrear a nivel respiratorio. Razón no le faltaba, eso es cierto; sin embargo, las formas acabaron con todo lo que habíamos construido.

El peor momento de nuestras vidas

Dio la (puta) casualidad de que el contrato se acababa en 35 días. Ni mi pareja ni yo nos acordábamos, pero el casero lo tenía muy presente. Nos mandó un burofax y nos pidió marcharnos de su casa en cuanto venciera el contrato.

Como mi pareja había dejado el curro, no teníamos ni un chavo ahorrado y mudarnos, en plena subida de los alquileres, nos resultaba una misión imposible.

¿Qué hicimos? Nos quedamos. Nos quedamos y dejamos de pagar con la intención de recuperar los meses de fianza que nos debía el casero y que se negaba a darnos. Necesitábamos ese dinero para buscar otro sitio. ¿Qué hizo? Nos denunció. Nos denunció y a día de hoy estamos en el ASNEF.

Tardamos cuatro meses en irnos y acabamos falsificando papeles para poder meternos en otro alquiler. Nos tuvimos que cambiar de ciudad y empezar de cero lejos de nuestro grupo de amigos. Vamos de trabajos precarios a cáncamos, sobreviviendo a duras penas, mientras en casa la tensión corta el ambiente. No nos aguantamos, no nos soportamos. Lo odio. Odio que haya dejado de trabajar para cuidar al niño, que se haya convertido en una señora de los años 50 y que encima haya amenazado al casero por no arreglarnos una humedad que, si bien repetí mil veces, podríamos haber solventado nosotros. De okupas a desahuciados, a tener que cambiar de ciudad por el precio de los alquileres, a vivir en una mierda de pueblo de cuatro casas, donde no hay nada ni nadie, con trabajos ilegales que apenas dan para pagar facturas.

Así es como, con más de 45 años, estoy viviendo el peor momento de mi vida y ni veo la luz ni sé cómo llegar a verla.