Así es. Por aquel entonces nunca lo habría admitido, pero esa es la verdad. Yo era una gordófoba de manual. Fui una niña delgada y llegué a los 20 y pico años pesando 47 kilos y comiendo todo lo que me daba la gana, que era muchísimo. Mi madre llegó a llevarme a dietistas para que engordara, pero era imposible, porque comiera lo que comiera, yo no engordaba. Así, crecí pensando que los kilos de más eran cosa de otra gente que no se cuidaba (como si yo me hubiera cuidado algo), gente que quería estar gorda. Yo me sentía superior por ser una persona delgada. Como veis, ahora lo digo sin tapujos porque la cosa cambió, y de qué manera, pero en el pasado yo fui horrible. Si pasaba una persona, una chica sobre todo, que llevaba ropa que dejaba ver su cuerpo con sobrepeso, a mí me parecía vergonzoso, no entendía como esa persona no escondía más su cuerpo, como si de alguna manera no tuviera el mismo derecho a ponerse lo que le daba la gana que el que tenía cualquier otra persona con un cuerpo más o menos normativo. Automáticamente, juzgaba a esa persona como alguien con poco gusto, o cutre, o una ilusa que se pensaba que le quedaba bien lo que no le quedaba bien. Estos juicios me los callaba, la mayor parte de las veces, y si alguien me hubiera acusado de tener prejuicios contra las personas con obesidad o sobrepeso, yo lo habría negado rotundamente. Para mí, no había nada malo en mi concepto. Eso sí, si estando con mis amigos pasaba alguien muy gordo, siempre había miraditas y gestos entre algunos de nosotros, como riéndonos de él. 

Hay quien dirá que fue el karma, y, si fuera así, al karma le estoy agradecida. Hacia los 30 años, mi metabolismo cambió, y comencé a engordar. No dos ni tres kilos, sino 25 en poco menos de dos años. La gente ni me reconocía por la calle. Yo no hice nada distinto, comía lo mismo que siempre y en las mismas cantidades. Simplemente, mi cuerpo respondía de otra manera. Eso se sumó a mi embarazo y así me quedé. Pasé casi de la noche al día, a ser una de esas personas que yo ridiculizaba (interior o exteriormente) cuando me las cruzaba. 

Yo no me di tanta cuenta de cómo me estaba afectando mi ganancia de peso como mi familia y mi entorno de amistades, pero dejé de comprarme ropa, empecé a vestir con lo más cutre, ancho y feo que tenía por casa; evitaba quedar con gente; no dejaba que nadie me sacara fotos, y suma y sigue. 

Mi mejor amiga me recomendó un psicólogo y empecé terapia, casi como confesándome: estaba pagando todos mis prejuicios gordófobos; me odiaba a mí misma, odiaba todo mi cuerpo. Y no solo eso, también sentía una culpabilidad enorme por mis faltas de respeto constantes a las personas con un cuerpo que yo consideraba no normativo. Me daba asco en tantos sentidos, que caí en una depresión, casi inevitablemente.

Poco a poco, fui haciendo un trabajo durísimo, repasé mis acciones pasadas, quise pedir disculpas a personas a las que había hecho daño por temas relacionados con el hoy llamado body-shaming (pero no me atreví a dar el paso, de momento), y solo aceptando la diversidad de los cuerpos humanos y de gustos, y aprendiendo a respetar las libertades de todo el mundo para ir por la calle como le da la gana, fui capaz de sentirme libre yo, con el cuerpo que tenía en ese momento y con cualquiera que me tocara tener. Gané muchísimo como persona y hoy soy muchísimo más feliz con mis casi 80 kilos de lo que era con 47. 

 

Anónimo