(Texto escrito por una colaborada a partir de un testimonio real)

Tuve un parto múltiple de un solo hijo. Lo otro no fue un hijo, fue una almorrana del tamaño de las cabezas de la Isla de Pascua. Al igual que mi niño vive conmigo en mi corazón, en mi mente y en mi propia casa día tras día, la hemorroide se quedó a vivir en mi ojete. Era tan grande que, a veces, me daban ganas de darle una palmadita por si lloraba y comprobar que, al final, sí que tengo dos hijos.

A muchas de las que ya habéis dado a luz os sonará esto, no hace falta que entre en detalles, ¿no? La presión continua sobre el útero y el ano, especialmente en los últimos meses, aumentan el riesgo de nuestras amigas se salgan. Y, si ya están ahí ahí, cuando lleguen los empujones del parto no habrá quien las pare. Flujos, sangre, almorrana, lagrimones como ruedas de tractor… Todos quieren sumarse a la fiesta de ver nacer al bebé.

La almorrana es de esas cosas que te recuerdan las consecuencias de ser madre, por si no fuera bastante con una criatura 100% dependiente. A las menos afortunadas les cambiará la vida en los próximos meses, y no para bien. Hasta en materia sexual se hacen presentes.

“Quiero darte por detrás”

Las afortunadas que no las habéis padecido, sabed que esa protuberancia grotesca allí alojada es muy molesta: pica, escuece, sangra y duele. Tareas cotidianas tan simples como sentarte te hacen ver las estrellas, no en el buen sentido. Y ni hablemos del momento de ir al baño. Empujar para echar tus residuos es horrible, y limpiarte doblemente horrible. Sientes que te desagarras en cada pasada del papel.

Mi maridito y flamante nuevo padre estaba al tanto de todo esto, claro. Yo le había ahorrado el espectáculo que era admirarla, pero sabía de mis molestias. Él es uno de esos afortunados que nunca las han padecido, así que el alma de cántaro me propuso algo gore: el sexo anal.

Yo casi no daba crédito a la petición, casi me indigné al oírla. Pero la hizo desde su inocencia, así que utilicé la mejor arma disuasoria y pacífica que se me ocurrió en aquel momento: enseñarle al polizón.

Me di la vuelta, me coloqué a cuatro patas, me aseguré de que la luz alumbraba bien al asterisco y me abrí el ojete. Su entusiasmo al verme tan dispuesta se disipó en un segundo. Creo que no ha visto algo tan desagradable en su vida, así que mi plan no pudo ser más efectivo.

-¡Hostias! Madre mía, ¿¿¿qué es esto??? -preguntó.

Eso, cariño, es la almorrana de la que me vengo quejando desde que parí -respondí con toda tranquilidad.

-Dios… Mejor dejamos lo de darte por detrás para otro día.

El final feliz

En este caso, el final feliz no fue una mamada después del masaje. ¡Valiente mierda de final sería ese! Mucho más feliz es vivir sin almorrana, ¿no? ¡Y lo conseguí!

En cada cita médica me quejé de la dichosita hemorroide. Me sugirieron todos los remedios farmacológicos habidos y por haber, y que si la dieta saludable con mucha fibra, buena hidratación y todo eso. No era falta de voluntad, os lo aseguro, pero aquello no iba a volver a su sitio así como así y mi calidad de vida se estaba mermando a pasos de gigante.

Al final me sometí a una cirugía que, por lo visto, es bastante frecuente. La hemorroide volvió a su posición y dejó de molestarme, por lo que todo aquello quedó en anécdota y me permito tomármelo con humor. Volví a repachingarme en el sofá sin miedo, y a sentir alivio después de hacer caca y no dolor. Y también volví al sexo anal, ¡por supuesto!