Nos hemos hecho mayores, chicas. Nuestras amigas empiezan a comprometerse, alguna tenemos que va muy adelantada y se hizo mamá, pese a la mirada de incertidumbre y desconcierto de todas las demás.
 
Escribo con una voz que está a meses de cumplir los veinticinco años, y se ha propuesto contratar a unas plañideras que lloren y se tiren de los pelos por la juventud perdida.
Pero no, hoy no venía a quejarme de vicio. Yo sé mejor que nadie mis logros conseguidos, los pendientes, y los que ya se volvieron imposibles.  Hoy venía a haceros una reflexión, la cual, solo con estos años que tengo, me puedo atrever a plantear.
 
Ya no soy una pipiola que no sabe dónde se está metiendo. De repente me he convertido en una adulta y no sé muy bien en qué momento ha pasado. Supongo que algo tiene que ver el momento en el decidí ser, quien quería ser, y no ser en quien los demás me convertían con su mirada. Eso es un poco resumir mi adolescencia a una sola frase, cuando en realidad se trataron de una serie de años tan complicados como los de cualquier otro.
Y sin embargo he tenido suerte, o eso dicen. Más de uno que no me conoce demasiado, suele decirlo, siempre encuentro una alternativa, o tengo a alguien que me sepa sacar las castañas del fuego. Y aunque es cierto que soy una persona activa que siempre está barajando opciones, leyendo, e interesándose por su entorno, en realidad no creo que a lo que se refieran sea suerte.
Lo que realmente pienso es que se trata de educación. Un tipo de educación que se está perdiendo, o que casualmente yo estoy viendo menos a mi alrededor en los últimos meses-años-generaciones con las que me cruzo. Ese tipo de educación que te hace pedir el pan por favor al panadero: que sí, que te lo va a vender igual, que es su profesión, pero es una muestra de respeto al prójimo. La misma por la que pides disculpas cuando te tropiezas con alguien y sabes de sobra que no es culpa tuya. La que te hace sonreír al dar los buenos días mientras entras en clase o en el trabajo. Ese tipo de educación que te hace ceder el asiento en el transporte público –y sobre esto podría hacer todo un artículo aparte sobre la proporción hombres / mujeres que ceden el asiento o ocupan mucho más espacio del que deben y pueden en ciertas horas puntas, que qué casualidad, casi siempre seamos nosotras las que colaboramos por civismo y respeto-, y sostenerle la puerta a la persona que entra detrás de ti en un espacio público.
 
Son una suma de pequeñas cosas por las que nunca hay que esperar nada a cambio, porque su única función real es hacer de este mundo, entre todos, un lugar más sencillo, cómodo y agradable, pero que al juntarlas todas, en el momento que alguien te observa, o cuando tú observas a alguien haciéndolo, es inevitable que te caiga mejor. Y sólo peor, en el caso de que te esté haciendo quedar mal, porque tú deberías estar haciéndolo, y aún sabiéndolo, has decidido pasar.
 
Cuando alguien te tiene que valorar como profesional o como estudiante, quieras o no, lo va a tener en cuenta. Nadie quiere trabajar codo con codo con un desalmado, con un trepa que parece que pisará tu cabeza en cuanto tenga oportunidad. La amabilidad, esos gestos que no cuestan nada, no son una muestra de sumisión, es respeto al entorno, al tiempo del otro, al esfuerzo del otro.
 
Y tampoco hay que medir tus actos en proporción a la reacción del receptor de tus palabras. Sugiero que estemos por encima de aquellos, que vengan de donde vengan, y se crean quienes se crean, olvidaron que la educación y la amabilidad abren ventanas cuando todas las puertas se cierran. Y aquí puedo dar fe, en mi último trabajo me contrataron, entre otras cosas, porque les resulté muy educada reaccionando ante un imprevisto.
 
Y es que, si medís vuestro gesto en función de las carencias ajenas, no solo estaréis haciendo lo que la otra persona espera, si no que además, por un tarado, habréis gastado unas energías y unas fuerzas que irían mucho mejor destinadas a esas personas que todos tenemos en nuestra vida, y siempre se merecen más.
 
Especialmente a las chicas se nos exigen muchas cosas, por el mero hecho de ser mujeres; se nos exige ir guapas, elegantes, ser serias, y a la vez divertidas, se nos pide demostrar el doble de profesionalidad para luego cobrar el 20% menos de media, ser cultas pero no aparentarlo demasiado (e incluso mejor si nos hacemos un poco las tontas), tener buen gusto, comer como pajaritos, agachar la cabeza…
 
Y soy la primera que lucha para cambiar esto, para que cuando se nos exija algo, sea a todos, y de forma justificada.
 
Sin embargo, todo lo que aquí os comento, a mi no me lo han enseñado por ser mujer. Me lo han enseñado, porque si no lo hago, siendo mujer, me va a costar todavía más que me escuchen. Y puede que lo que tenga que decir sea muy interesante.
 
Todos los puntos aquí citados, todo lo que describo como educación, yo se lo voy a enseñar a mis hijos: pero porque quiero que sean pragmáticos, que no se pongan la zancadilla así mismos, ni se cierren puertas. Porque quiero que vivan en un mundo mejor. No porque tenga miedo a que no les escuchen.
 
Solo porque creo, sinceramente, que todo el mundo se merece empezar el día, con un buenos días y una sonrisa, que a todos nos caen fatal los despertadores.
Maryanne Dwight