Dicen que el último en enterarse de algo es el interesado. Sinceramente creo que en la mayoría de los casos es cierto. Yo siempre había confiado en mi marido, siempre lo había visto como una persona sincera, con principios. Alguien incapaz de traicionarme. Pero me equivoqué.

Lo primero que noté fueron los cuchicheos de las vecinas. En mi bloque, el cotilleo es el pasatiempo favorito y estaba medio acostumbrada a que siempre tuviesen algún chascarrillo de unos y de otros, pero cuando me di cuenta de que todo el mundo se callaba cuando yo me acercaba, empecé a mosquearme.

También me percaté de que algunas de aquellas mujeres me miraban con pena. Era una sensación nueva para mí. Cuando me veían pasar, cuchicheaban entre ellas y ponían expresión triste. No quise darle muchas vueltas a aquello. Generalmente en los cotilleos hay más del aderezo del que lo cuenta que de la verdad que lo motiva, pero aun así me inquietaba.

Otro hecho sospechoso fue que, de buenas a primeras, mi casa estaba más limpia de lo habitual. Es decir, mi marido y yo nos repartíamos las tareas, pero generalmente las suyas se quedaban sin hacer bajo la excusa de que no le había dado tiempo o se le había olvidado, y cuando las hacía, era más farullería que limpieza. Pero de repente, todo estaba impecable. Había limpiado los cristales, ordenado las estanterías, repasado las puertas… aquello no era algo normal.

No quería decirle nada al respecto porque aquello no era que me estuviese haciendo un favor, era ni más ni menos que lo que tenía que hacer, teniendo en cuenta que él tenía jornada reducida y además teletrabajaba, por lo que pasaba mucho más tiempo en casa que yo.

Por un lado, me alegró que se hubiese hecho cargo de sus obligaciones, pero por otro, algo allí me olía a chamusquina. Pero no quería obsesionarme con aquello, las personas a veces cambian y pensé que él había decidido ser más responsable.

Qué equivocada que estaba.

A veces la realidad supera a la ficción, eso fue lo que pensé cuando descubrí la verdad sobre todo lo que estaba pasando.

Llevaba ya un par de meses soportando las miradas lastimeras de mis vecinas mientras disfrutaba de un hogar con una higiene impecable.

Me valía más lo que estaba dentro de casa que lo que había fuera, así que intenté ignorar aquellas caras lastimeras y los cuchicheos que cesaban en cuanto me veían aparecer.

Pero un día, no pude más, porque una de esas señoras me vio llegar y me mantuvo la puerta del portal abierta, pero al dejarme pasar susurró “qué lástima, madre mía, qué lástima”. Ahí ya se me inflaron las gónadas y le pregunté por qué me tenía tanta lástima. La mujer dudó unos segundos, más por darse caché que porque de verdad le importase contármelo. Así que tras varios aspavientos teatrales, me confesó que mi marido llevaba varios meses viéndose con otra mujer en mi propia casa. Que todas las vecinas lo sabían. Me confesó que la mujer llegaba poco después de que yo marchase al trabajo y que siempre se iba antes de mi llegada. Me quedé en shock. ¿Me estaba siendo infiel mi marido en mi propia casa?

No supe cómo reaccionar, ni qué decir. Noté cómo la rabia subía por mi cuerpo y las lágrimas llenaban mis ojos.

Aquel día llegué a casa muy alterada. Mi marido me preguntó qué me pasaba y le dije que había tenido un mal día en el trabajo. No quería contarle nada para darle la oportunidad de negarlo, quería pillarlo con las manos en la masa.

Al día siguiente, le dije que me iba al trabajo, pero en lugar de marcharme me tomé un café en una cafetería cercana y esperé un par de horas. Hacía tiempo para que su amante llegase al piso y así poder pillarlos de lleno.

Cuando pensé que ya estarían a lo suyo, me dirigí a mi domicilio. Mil pensamientos pasaron por mi mente. Lo que iba a ver, lo que les diría… lo que sentiría al confirmar aquella traición con mis propios ojos. Mi marido, que no se movía ni para evitar que le picara una avispa, ahora limpiaba primorosamente la casa para su amante mientras yo, como una idiota, me tiraba todo el día trabajando. Estaba furiosa.

Al llegar a casa, abrí la puerta despacio. Escuché unos ruidos extraños. Era mi marido, gritando, muy agitado. No entendía qué decía, pero preferí no saberlo.

Con cuidado, fui andando hacia mi habitación y justo cuando iba a abrir la puerta, sentí un movimiento detrás de mí. Asustada, descubierta, me giré y vi a una mujer, con una bata azul, unos cascos musicales y una mopa, repasando el suelo del salón. No entendía qué estaba pasando. En ese momento, totalmente confundida, abrí la puerta de la habitación. Allí estaba mi marido, en pijama, despeinado y jugando a la videoconsola como un poseso.

Cuando me vio en la puerta, puso cara de terror. Yo le miré, volví a mirar a la mujer de la mopa y empecé a reír a carcajadas de la tensión que tenía en el cuerpo.

Sí, era cierto. Mi marido me había engañado. En lugar de hacerse responsable de sus tareas, había contratado a una mujer para realizar las tareas del hogar a mis espaldas. Y sí, estaba enfadada por aquella situación, pero también tremendamente aliviada. Lo que no significa que no se llevase un buen rapapolvo. Lo que había hecho no estaba bien, pero no era ni de lejos lo que yo me había imaginado. Me había puesto en lo peor y me había dejado influenciar por lo que pensaban los demás, personas que no formaban parte de mi vida. Desde entonces decidí que, ante la duda, antes de desconfiar y dar crédito a cualquier cosa que me puedan contar, me voy a parar para pensar las cosas, razonarlas y preguntar.

 

Escrito por Lulú Gala basado en una historia ajena