No sé en qué momento empezó a ir todo cuesta abajo. A mi madre no le pasaba nada especialmente grave, se separó hace muchos años, tenía su vida en su casa, no quería tener más relaciones ni pareja y tenía sus hobbies.

Alguna vez pensé que quizás se sentía sola, pero también lo atribuí a irse haciendo mayor y que cada vez le apetecieran menos cosas. Se quedaba en casa la mayoría del tiempo, pero cuando íbamos a verla o salíamos con ella, todo parecía estar bien, hasta que dejó de estarlo.

Lo primero que vimos raro, fue que empezó a estar como “resentida” con nosotros. Cuando íbamos a verla a casa, todo eran problemas, ella que jamás se había quejado de nada, de repente tenía un humor terrible y nos echaba en cara cosas de hacía años.

Cada vez que íbamos a verla, se generaba un conflicto diferente, que terminaba siempre con la conclusión de que éramos unos malos hijos y nunca la habíamos apreciado ni valorado.

Creímos que era una mala racha y no le dimos importancia, intentábamos hablar con ella cuando estallaba y poco más. Pero pronto empezó a darnos largas y a no querer vernos.

Le escribíamos y llamábamos, pero nos ignoraba, nos preocupamos mucho y un día fuimos mi hermano y yo a verla. No contestó al telefonillo ni a que le picásemos en la puerta, así que sacamos las llaves de repuesto y entramos.

Ella no estaba en casa, pero al entrar vimos que había hecho muchos cambios. Había movido algunos muebles, se había deshecho de cosas como la televisión y tenía las estanterías y las puertas con unos amuletos que no supimos identificar. Nos dio muy mal rollo y le hicimos fotos a todo. Esperamos un rato a ver si aparecía, pero como no vino, nos fuimos a casa.

Después de buscar información, averiguamos que esos amuletos eran de santería, o como llamaban aquí, Yoruba. Técnicamente es una religión, que se practica sobre todo en Sudamérica, y que se basa en la creencia de un Dios supremo y unos espíritus intermediarios, los Orishas. Pero encontré varios casos de personas que contaban que sus familiares se habían visto arrastrados a esas creencias y a unos grupos en concreto, que estaban cerca de nuestra ciudad, y decían que era una secta.

La primera vez que leímos esta palabra nos asustamos mucho. Mi madre estaba completamente inaccesible y empezamos a sospechar que las cosas que faltaban en su casa, quizás las había vendido. Seguimos intentando hablar con ella, pero solo recibimos negativas o nos colgaba directamente, y no quisimos sacarle el tema por si se volvía todo más complicado. Contratamos a un detective para que la siguiera, y nos confirmó que iba a un grupo de este tipo, que iba cambiando de ubicación. 

Cuando ya no sabíamos qué hacer, mi hermano decidió que iba a infiltrarse en uno de esos grupos a ver qué pasaba. Consiguió el contacto de uno de los grupos, después de contratar una sesión de videncia que encontró por Milanuncios. Se hizo el interesado y, después de pagar bastante por la sesión, le dirigieron allí.

Estuvo una tarde con ellos y después nos vimos. Lo que me contó, me dejó helada.

Al llegar, conoció a dos sacerdotes, un hombre y una mujer, que le explicaron que, para formar parte de la comunidad, primero debía pasar por una iniciación, que costaba mucho dinero.

La hizo con todo el grupo, le pusieron collares sagrados y mientras todos coreaban cánticos, le hicieron una “adivinación” para saber a qué Orisha debía consagrarse.  Me dijo que pasó miedo y se le pusieron los pelos de punta viendo a esas personas bailando y cantando a su alrededor. Después de hacerle la adivinación, le consagraron a uno de los Orishas y le dijeron que debía pasar por una etapa de purificación y aislamiento, en la que debía comer lo mínimo y no tener contacto con nadie.

Insistieron en que era muy importante que no se rodease de objetos materiales caros ni de lujos, que lo mejor que podía hacer, era venderlo y donar el dinero a la comunidad, para ayudar a financiar los rituales y los festivales que hacían. De esa manera, honraría a su Orisha y siempre le protegería.

Comentó que, pese a lo raro del asunto, sí que se sintió muy querido y casi idolatrado durante todo el proceso, todo el mundo estaba muy pendiente de él y le halagaban por su energía.

Cuando acabaron con él, hicieron una especie de ritual donde una mujer estuvo hablando de las cosas que le hacían sentirse triste y los sacerdotes (con todo el mundo coreando) le dijeron que debía desprenderse de todas esas cosas, entre ellas, su marido. Le dijeron que ella ahora estaba en el camino de la luz y que las personas que no puedan entenderlo, las debe tener lejos.

Y finalmente, vino la parte más turbia. Anunciaron que una mujer había acudido a ellos porque sospechaba que se había hecho magia negra contra ella y que necesitaba más protección, así que habían preparado un ritual.

El ritual consistió en sacrificar un gallo, derramar su sangre, cantar y bailar.

Cuando me contó todo esto, yo solo podía pensar en mi pobre madre yendo a un lugar así, creyéndose todo, vendiendo sus cosas y sacrificando animales. Me puse muy nerviosa y a los días, fuimos a denunciarlo a comisaría.

Allí nos llevamos un chasco enorme. No hay legislación que proteja a las personas en sectas, la libertad religiosa y la libre elección prevalece. Al parecer, dar tu dinero se considera una donación voluntaria y también es legal hacer sacrificios de animales por motivos religiosos. No teníamos la ayuda de nada ni de nadie.

Buscamos mucha información, contactamos con familias afectadas y, finalmente, dimos con la clave.

Encontramos una asociación que asesoraba tanto a víctimas como a familiares de personas dentro de las sectas, o como ellos lo llamaban, grupos coercitivos. Allí hablamos con otras familias, con varios psicólogos y con un abogado. Ellos nos dejaron claro que la salida de la secta, al igual que la entrada, debe ser voluntaria.

Nos dijeron que iba a ser un proceso largo, que debíamos acercarnos a mi madre con mucha comprensión, amor y cariño. Que en la mayoría de los casos, las víctimas de sectas acuden a ellas por soledad, y que probablemente eso era lo que le pasó a mi madre.

Nos dijo que jamás dijéramos la palabra “secta”, que usáramos “grupo” o alguna similar, y que jamás lo apoyáramos positivamente, es decir, que nunca dijéramos “Que bien que vas con tu grupo” o “me alegra que estés allí”, que, en cambio, hiciéramos referencia a cómo se siente ella, por ejemplo “si es lo que te hace feliz, adelante” o “me alegra que te sientas bien”.

Ella era la que debía darse cuenta sola y la que debía decidir salir, nos recomendó intentar, de una manera sutil y lenta, que ella acudiese a un terapeuta especializado y así trabajar desde ahí su caso.

Sé que pueden parecer cosas con poco impacto, pero el hecho de tener una dirección clara nos dio mucha tranquilidad.

Empezamos a acercarnos más a mi madre con la excusa de su cumpleaños. Al principio estuvo muy reticente pero poco a poco se relajó. Le hicimos varios regalos emotivos con fotos y dedicatorias, y más tarde juntamos a toda la familia.

Buscamos días para hacer planes con ella, que siempre rechazaba, pero la seguíamos teniendo en cuenta. Con el tiempo empezó a venir a pasear, a jugar a juegos de mesa o a ver una serie con nosotros.

Ella jamás nombró a la secta, nunca habló de sus quedadas o de qué le pasó en la etapa en la que no quería vernos. Nosotros tampoco le preguntamos, simplemente hacíamos que se sintiera querida y le dábamos todo nuestro apoyo.

Las veces que íbamos a su casa, no había rastro de los amuletos, pero estábamos bastante convencidos de que los quitaba solo para que no hiciéramos preguntas. Así que tampoco teníamos manera de confirmar si seguía en la secta o no.

Cuando pasaron los meses y la vimos mejor, le sugerimos ir a terapia. Le dijimos que la veíamos triste y que habíamos pensado en hacer terapia los tres juntos o ella sola. Le ofrecimos pagarle todo y le insistimos en que solo queríamos que ella estuviera bien.

Al principio rechazó rotundamente ir a terapia, se lo fuimos comentando de pasada cuando nos veíamos y, al cabo de unas semanas, aceptó.

Le reservamos cita con el terapeuta especializado y la pusimos completamente en sus manos. Él no nos daba detalles, pero siempre nos dijo que estaban avanzando, así que teníamos esperanzas.

Creo que, en total, el proceso desde que empezamos a intentar sacarla de ahí, hasta que estuvimos seguros de que ya no estaba yendo a sus reuniones, duró más de un año. No tuvimos ninguna garantía 100% fiable de que ya no estuviera dentro, excepto las palabras del terapeuta, con quien, al parecer, sí que verbalizó que creía que era víctima de una secta.

Cuando él le dio el alta, pudimos respirar.

Fue un proceso muy largo, con muchos nervios y mucha incertidumbre. Nos sentimos muy desamparados por parte de la administración y de la ley, tampoco había un organismo oficial ni nada así para ayudarnos, solo la asociación que conseguimos encontrar. Creo que debería ser obligatorio tener más recursos para este tema.