En marzo me dio por apuntarme al gimnasio. Ya lo hice una vez hace años y fui literalmente dos días, al tercero me puse los leggins y decidí irme a por un pan pizza a la tienda de debajo de casa. No le veía yo la gracia a eso de sudar delante de gente y verte morir pagando una cuota mensual. Por no hablar del gasto en ropa deportiva que no es que fuera en vano pero digamos que me pasé unos meses estando bien cómoda en casa.

En el confinamiento me dio por ver a la Patry y la verdad que algo de base hice pero el verano pasó factura y me volvía a ver mal. Cuento todo esto porque no daba un duro por mi cuando volví a intentar ir al gimnasio este año. Desembolsé otra vez dinerito para tener cambios de ropa (al menos tres porque a optimista a veces no me gana nadie), que si matrícula, que si el primer mes, que si la tarjeta para entrar… Estaba ya todo pagado, no había vuelta atrás.

Me apunté con mi mejor amiga, entre las dos nos animábamos para ir y al menos hacer algo de provecho ya que no queríamos ir a clases, solo a la sala. Como buena miope no entendía como hacer elíptica o máquinas con gafas así que decidí quitármelas. La tontería duró dos días. Después de tropezarme varias veces con máquinas, casi caerme por las escaleras y confundir a personas conocidas con desconocidos (y saludarles que es lo peor de todo) decidí que era ya momento de hacer ejercicio con gafas. Menudo alivio pero no sólo para mi porque una de esas personas desconocidas a la que saludaba la confundí con uno de mis camareros top al que veía todos los sábados. Esa primera semana llegué a ir al bar y le pregunté que porque no me saludaba en el gimnasio. Digamos que meses después mantiene la coña de que no beba mucho el finde que el lunes nos vemos haciendo cardio.  

Pero el peor ridículo no fue una caída o una confusión o un momento incómodo por el sudor o algo así, no. El peor ridículo fue el que me dejó con cara de gilipollas medio verano. Todos mis amigos saben que sufro un poco de enamoramiento, así de la nada. Veo a un chico y en mi cabeza ya hay una banda sonora, pajaritos y un señor que me dice: ya puedes besar al novio. En el gimnasio no iba a ser menos.

Más de un mes viendo a un chico guapísimo, con su camiseta de Estrella Galicia (que qué me gusta más a mi que una cerveza), pelo rizadito, alto, ojazos (con la mascarilla más no le podía pedir) y fuerte. Más de un mes en el que había miradas y si cambiaba de hora e iba más tarde, allí estaba él. Si yo me ponía en una máquina, él se ponía en la de al lado. En mi cabeza era un tonteo espectacular. Un día después de pedir muchos consejos y meditar cómo entrarle, me vine arriba y decidí esperar a la salida por si la respuesta no era la que esperaba y me tocaba estar una hora allí soportando el panorama. Ya con otro gimnasio mirado por si acaso eso acababa en drama máximo fui hacia él. No había pensado como un millón de frases que decirle que de los nervios le solté: “Llevo toda la puta semana intentando pedirte el teléfono”. Socorro, soy tremendamente gilipollas. No recuerdo su cara porque bastante tenía yo encima como para atreverme a mirarle a los ojos. Me respondió: “¿En serio me lo dices hoy?” ¿Perdona? No estaba entendiendo nada. Y sigue: “Hoy es mi último día aquí, he acabado la universidad y mañana me vuelvo a Galicia, no voy a volver más por aquí”. 

Le dije que pasara muy buen verano, con la poca dignidad que me quedaba y temblando bajé las escaleras e intenté salir por la puerta. Y digo intenté porque se activa con una pulsera interactiva que a veces falla y tuvo que fallar en ese momento. Una vez fuera me entró la risa floja por dos cosas: no aparentaba ser un estudiante universitario y me hacía mucha gracia los huevos que le eché a todo esto. Sigo yendo al gimnasio y ya han empezado las clases, espero no enamorarme de otro universitario. 

 

Sandra Regidor