Hace unos cuantos años que ocurrió la historia lamentable que quiero compartir hoy en Weloversize.  Tal y como describe el título, el conflicto fue que un familiar se atrevió a pegar a mi hijo de seis años.

No quiero dar más datos de este personaje excepto detallar que se trataba de un familiar directo y con el que teníamos bastante contacto, aunque no tan cercano como para tener responsabilidades como cuidar u ocuparse de los niños en ningún momento.  (Aunque hubiera sentido exactamente la misma aversión y rechazo a su comportamiento en el caso de que así hubiese sido).

Este, dejémoslo entonces simplemente en familiar, aunque parezca mentira, era una persona adulta.  No hubiera sido lo mismo si se tratase de otro niño, obviamente. Pero se trataba de un adulto, hecho y derecho, y no precisamente de veinte años.

Nos encontrábamos en una comunión de otra niña de la familia.  Los críos corrían y jugaban por ahí fuera siempre bajo la supervisión de alguno de los adultos que estábamos presentes.  En el momento en que todo ocurrió, era él el que se ocupaba de esto.

De pronto, nuestro hijo apareció llorando en el interior del salón de celebraciones y vino corriendo hacia donde nos encontrábamos sus padres.  Le acompañaban su hermana y otra de las niñas invitadas, ambas consolándolo: su hermanita le abrazaba y la otra niña acariciaba su brazo por el otro lado.

 

 

Mi hijo se echó en mis brazos sin decir palabra y camufló su rostro en mi regazo, mientras simplemente lloraba.

Antes de que pudiéramos preguntarle nada, pues al verlo llegar por nuestras cabezas ya se habían pasado las típicas opciones (que se hubiera hecho daño, molestado con otro niño o cualquier cosa típica de la infancia) su hermana y la niña acompañante nos lo resumieron en una frase:

El familiar X le ha pegado un tortazo por no obedecerle y no acudir cuando le estaba llamando”.

Os juro que no os miento ni exagero cuando os cuento que, al conseguir que levantase a la cara y mirarlo, comprobamos cómo tenía la mejilla en cuestión perfectamente enrojecida.  Le había faltado dejarle su mano completamente marcada en su rostro.

Mi marido se levantó automáticamente y tuve que pararlo al percibir su energía. Nunca fue una persona violenta pero ese día, el impulso con el que saltó de su silla me hizo temer que por primera vez perdiese los papeles y la situación, no solo empeorara, sino acabara en desgracia.

Alguien de su propia familia había tocado a su polluelo.  Y no solo eso, se había permitido (ma)ltratarle de una manera que ninguno de sus progenitores ni cuidadores habituales había realizado jamás en la crianza de nuestros hijos.

 

 

Pedí a mi marido que me esperara y fuéramos los dos a hablar con él.  Que lógicamente la cosa no se podía quedar así pero que primero atendiésemos al niño y no fuese a ocuparse del asunto él solo.

Que si no se sentía preparado para mantener una conversación serena, me dejase hablar a mí.  Yo también estaba muy enfadada, claro, yo como mínimo habría gritado a este señor como respuesta, pero no quería que se montase un numerito en plena fiesta y que la niña de la comunión pasase un mal rato y viese estropeado su día especial.

Además de eso de predicar con el ejemplo en la resolución de conflictos ante nuestros hijos, claro.  Aunque sinceramente, en ese momento de encabronamiento interno, esa era la razón de menos peso para mí.

 

«La violencia no es la forma adecuada de… blablabla»

 

Él aceptó a regañadientes, pero estuvo con el ceño fruncido y totalmente en otro mundo hasta que terminamos de atender y consolar al niño y los dos salimos a buscar y enfrentarnos al susodicho familiar.

Por fin dimos con él e intentamos tratar el asunto.  Digo que lo intentamos porque, por su parte, aquello se convirtió en una conversación de besugos.

Primero nos ignoró, moviendo la cabeza jocosamente como si le estuviésemos contando un chiste ante nuestra petición de explicaciones.  Se permitió el lujo de sonreír sin más y alejarse unos pasos para encenderse un cigarro tranquilamente.

Volvimos a insistir y entonces ya nos respondió de mala gana, supongo que sintiéndose acorralado.   Resumiendo: que el niño se había portado mal desobedeciéndole, así que le había tenido que meter una buena bofetada para que aprendiera.

Que su reacción no solo no era reprochable sino la adecuada ante la conducta del niño. Y que nosotros no sabíamos educarle porque no hacíamos lo mismo que él.

Mi marido y yo nos quedamos atónitos ante esa respuesta.  Nos esperábamos cualquier cosa, pero no esa arrogancia tan gratuita e injustificada.

Cuando conseguimos salir de nuestro asombro, le pedimos respeto y aclaramos que él no era nadie para juzgar nuestra forma de crianza y que no tenía ningún derecho a proceder de esa manera con nuestro hijo y, no solo con él, con ningún otro niño.

Entonces volvió a reírse y nos respondió con suficiencia diciendo que volvería a hacerlo, con él o con cualquier otro niño de su círculo íntimo si su comportamiento así lo requiriese, puesto que estaba convencido de actuar apropiadamente.

Viendo que el diálogo no iba a llevar a ningún sitio, acabamos diciéndole claramente que como volviera a poner una mano, no solo a cualquiera de nuestros dos hijos sino a cualquier otro niño, se acordase de que su comportamiento era denunciable ante la ley.

Acabé arrastrando a mi marido de nuevo al interior, porque ya no solo sentía miedo de su reacción al darme cuenta de que el volumen de su voz iba en aumento con cada una de sus intervenciones, sino también de la mía.  La absurda conversación me había sacado tan de quicio que me imaginaba calzándole una y otra hostia sin parar porque su conducta tampoco me estaba pareciendo apropiada.  Usando su misma técnica.  Su técnica cobarde, además, porque con quien la empleaba era con los niños que no eran sus iguales y no podían defenderse.

 

 

Al poco rato, nos fuimos de allí, porque nos habíamos quedado chafados y ya no estábamos disfrutando de la fiesta. Aprovechamos, eso sí, para tener una charla con nuestros hijos, ya en casa.  Les explicamos que nadie tiene derecho a pegarles, ni siquiera si es de la familia o con más poder.

Mi marido y yo, a partir de entonces, no quisimos volver a cruzarnos con esta persona y, por supuesto, si en alguna ocasión nos veíamos obligados a coincidir, ya nunca nos fiamos de que se acercara -no solo a nuestros hijos sino a cualquier otros- sin nuestra supervisión.