Nací y crecí en una urbanización de chalets adosados del extrarradio de una gran ciudad. Al contrario de lo que uno pueda pensar, esos barrios son como minialdeas. Todos conocen a todos, todos opinan sobre todos y los cotilleos corren como la pólvora. En serio, es una cosa escandalosa. Vivir en un lugar de este tipo tiene muchas ventajas, pero también tiene sus desventajas. A mí me encantaba la parte de pasarme el día jugando en la calle, que hubiera un montón de niños de mi edad y esa sensación de comunidad, casi de familia que teníamos con buena parte de los vecinos. Lo que ya me gustaba menos eran las habladurías, las movidas chungas entre algunos y, llegada a cierta edad, la sensación de que no podía hacer nada sin temor a que alguien le fuera con el cuento a mis padres.

Uno de mis peores recuerdos en este sentido fue el de cuando me convertí en la protagonista de un rumor. A alguno de los chavales de la urba se le ocurrió inventarse que, a mis 14 tiernos años, me iba todas las tardes a darle al fornicio con otro chiquillo que también vivía allí. Ya veis, menuda gilipollez y el mal rato que me hizo pasar. Qué disgusto, por dios. Ahora soy muy consciente de que la gran mayoría de las chicas hemos protagonizado historietas de este tipo, pero en aquel momento a mí el asunto se me hizo un mundo. No podía entender por qué todo el mundo se lo creía, cómo no veían que éramos superamigos y nada más. A cuento de qué venía decir que nos acostábamos, si lo único que hacíamos era charlar y jugar a la Play.

Total, que yo estaba tan afectada que mis padres me lo notaron y me hicieron lo que ahora podría denominarse una intervención. Y es que, aunque tenía mucha confianza con ellos y sabía que podía hablarles de cualquier cosa, me daba reparo contarles lo que se decía de mí por el barrio. En fin, que tardé entre poco y nada en ponerles al corriente de la movida. Me eché a llorar y todo, a gimotear que la gente era tonta por no entender que los niños y niñas también podían ser amigos sin más y blablablá. Y ellos me dijeron que me entendían, que estaban de mi lado y que comprendían perfectamente la relación que tenía con mi amigo. Porque era la misma que la que les unía a ellos, más o menos…

Y yo: No, no es igual. ¿No lo entendéis? Vosotros sois pareja.

Y ellos: Cariño, tenemos que explicarte una cosa.

Vamos, que me he marcado todo este rollo para explicar que mis padres son gay y lesbiana y que ese fue el momento que escogieron para contármelo. Y que yo era incluso más pava e inocente de lo que creía, porque la verdad es que no tenía ni la más mínima idea. Mis padres no estaban casados. Mis padres tenían dormitorios independientes. Y mis padres no se besaban jamás en la boca. Bueno, pues… tampoco es que los de los demás me enseñaran su álbum de boda y se enrollaran delante de mí cuando iba a sus casas… ¿por qué iba a pensar que los míos no eran ‘normales’?

A mí me parecían una pareja como las demás. Vivían bajo el mismo techo, se querían, se respetaban, hacían cosas juntos, me habían criado juntos… ¿Qué era todo eso de que solo eran amigos?

Así me enteré de que mis padres eran los mejores amigos desde que se conocieron en el instituto. Y de que les habría encantado amarse en el sentido romántico, pero no podían porque él es gay y ella es lesbiana. Me contaron también que durante esos años habían salido con algunas personas, aunque no habían llegado a tener nada serio. Que por eso no habían llegado a meter a nadie más en mi vida, porque no lo harían nunca hasta estar muy seguros de que tenían un futuro con esa persona. Y que sentían no habérmelo hecho saber antes. Que no querían liarme la cabeza cuando era pequeña y que luego se les había ido haciendo bola…

Guau… Eso no lo sabían en la urba, ¿eh?

¿Me enfadé con ellos? Me enfadé con ellos.

Unos diez minutos, o por ahí. Luego ya se me pasó y nunca más tuvimos que volver a sacar el tema. Bueno, solo una vez, cuando les pregunté si me habían concebido con técnicas de reproducción o por el método tradicional. Es que me mataba la curiosidad.

 

Anónimo

 

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