EL SEGUIDOR DE TWITCH ACOSADOR 

Empecé a hacer streaming por las noches jugando a Battelfield 1. Emitía en voz bajita para que mi  madre no se despertara y me echara la bronca por hacer ruido. 

Tenía 23 años, estaba en una depresión bastante profunda entre otras cosas porque me enteré que  el que había sido mi pareja hasta hacía una semana, estaba enrollado con la que era mi mejor amiga.  Spoiler: una mejor amiga no te hace eso. 

Me gasté casi todo lo que había ahorrado en los curros mediocres que había ido acumulando tras  acabar la uni, en un ordenador que, para mí, en ese entonces, era de la NASA, ya que venía de un  portátil que a lo máximo que aspiraba era usar el Word y jugar al League of Legends. Así que fue,  parafraseando a Neil Armstrong, un pequeño paso para la mujer pero un gran salto para la  humanidad.  

Literalmente me volqué totalmente en ese nuevo ordenador. Empecé a probar juegos a los que  nunca había podido tener acceso (vale, lo confieso, soy hacker y los pirateaba porque me había  dejado todo el dinero en el ordenador). Me pasaba las horas libres toqueteando todo lo que podía  a través de los menús. Miraba esa torre como si fuese mi objeto más preciado. Y gracias a ello conocí  a un grupo muy majo con el que jugaba todas las noches a Battelfield 1, un shooter en primera  persona ambientado en la primera Guerra Mundial.  

Lo reconozco. Me enganché mucho. Estaba tan a gusto en mi habitación y con mi ordenador, en esa  nube de fantasía, que incluso me volvía de fiesta para jugar. La verdad, no me daba cuenta de lo  mucho que me había viciado a ese entorno. En esa época comenzó mi etapa más intensa haciendo  directos. 

Con el tiempo, Battlefield 1 acabó muriendo y pasé al Playerunknown’s Battlegrounds. Y aquí  empezó mi pesadilla.  

Estoy en una comunidad de videojuegos de más de doscientas personas, en la que se juega a un  poco de todo, pero justamente este juego es el que más jugadores y jugadoras reúne. Creamos un  grupo muy majo, con todo tipo de personalidades. Muchas y muchos de nosotras estábamos en  paro o teníamos mucho tiempo libre. Yo, justamente, me había roto la rodilla y me pasaba todo el  santo día encerada en casa.

Además, también fue un tiempo en el que estaba muy enganchada a  fumar Marihuana. Como en todos los grupos, hay personas con las que congenias más que con otras  y, yo, hice muy buenas migas con un chico en concreto que estaba pasando una situación parecida  a la mía. Me apoyaba mucho en los directos e incluso me llegó a regalar algún periférico como  seguidor para poder hacer streaming de manera más decente. Se podría decir que éramos colegas,  hasta que se torció.

Esa relación empezó a ser muy tóxica. Se celaba cuando contestaba a otras  personas en el chat, si no jugaba con él se metía en el stream a insultarme, incluso me llegó a enviar  cartas amenazándome.  

Empecé a asustarme. Esa persona sabía dónde vivía, conocía mi cara y sabía de mis horarios y de  mucha parte de mi vida privada. Utilizaba esa información para chantajearme. Yo me sentía muy  confusa, tenía la sensación de que le debía pleitesía por los regalos que me había enviado. 

Un día, durante uno de los directos en los que me insultaba y yo le ignoraba, empezó a llamarme. A  mandarme fotos de zonas cercanas a mi casa. Hasta que me pasó una foto de mi portería. Me  acojoné. Me puse a llorar. Entré en pánico. 

Intenté calmarme como pude y llamé a la policía. Lo único que se dignaron a responder fue que  denunciase. Que situaciones como esa eran más comunes de las que yo creía y que no me asustara,  que seguramente no haría nada más que meterme miedo.

Sentía muchísima impotencia porque yo  no conocía la cara de esa persona, nunca quiso mostrármela. Y sentía rabia por la respuesta de la  policía. ¿Cómo sabía yo que esa persona no iba a hacerme daño? 

Al final, me armé de valor y le llamé yo. Temblando le dije que no le tenía miedo y que yo no era de  nadie. Adoptó el rol de víctima y me pidió perdón, llorando me suplicaba que le hiciera caso, que  sólo quería ser especial para mí. Me negué. Intenté explicarle que así nunca iba a conseguir el cariño  de nadie, que los regalos eran desinteresados y que no quería saber nada más de él. Los siguientes  días, fui a denunciar con la poca información que tenía de él, sabiendo que de poco iba a servir. 

A día de hoy, no he sabido nada más de esa persona. Sinceramente, es algo en lo que sigo pensando  cuando vuelvo por las noches a casa. No puedo quitármelo de la cabeza.  

De esto hace ya más de cinco años, pero recordando la historia sigo reviviendo el mismo miedo que  entonces. Por favor, si os sucede una situación similar, denunciad por vosotras. Sé que es difícil.  Buscad apoyo en personas cercanas. Aunque sirva de poco, pero que al menos se tenga la  información. Y cuidaos, cuidaos mucho.  

¡Nos queremos libres! 

GRIS