Llevaba muchos años con mi novio cuando, sabiendo que no queríamos casarnos, decidimos comprar una vivienda en propiedad.

Como no teníamos ni idea de papeleos ni trámites, decidimos pedir consejo a su padre, que nos recomendó una inmobiliaria que él conocía donde nos asesorarían muy bien y nos tratarían como si fuéramos de la familia.

Así fue, no tardamos más de 2 meses en encontrar la casa de nuestros sueños. Era una casa de piedra que necesitaba un a pequeña obra y poner la cocina y el baño nuevos. Nosotros preferimos hacerlo así para poder hacerla a nuestro gusto que comprar algo ya para entrar a vivir donde no nos convenciese alguna cosa y nos saliese más caro.

Mi suegro tenía una empresa de construcción, así que nos conseguiría materiales y mano de obra a bajo precio.

Llegado el momento de pedir la hipoteca, aunque teníamos ahorros suficientes para una buena entrada y ambos teníamos un trabajo fijo, nos estaba costando poder encontrar una hipoteca con unas condiciones decentes, así que mi suegro, una vez más, nos echó un cable.

El resultado fue el siguiente. Abrimos una cuenta conjunta en la que iría la hipoteca, donde ambos metimos lo que habíamos acordado para la entrada. Mi suegro, cotitular de la cuenta, consiguió una hipoteca con muy buenas condiciones gracias a abalar con su empresa. A cambio, mientras no terminábamos de pagar, la dejaría a su nombre (tanto la hipoteca como la casa) para que hacienda no le “diese un palo”. Además así conseguiríamos hacer la obra todavía más barata, ya que las empresas con las que colaboraba la suya nos harían muy buenos descuentos creyendo que eran para él.

En un año teníamos la casa lista, tal y como nosotros la habíamos soñado. Yo había puesto la mitad de la entrada y pagábamos las mensualidades a medias, pero mi novio tuvo la oportunidad de cambiar de empleo a uno relacionado con lo que había estudiado y yo no le dejé que lo pensase, aunque cobrase algo menos. Yo estaba dispuesta  a asumir la diferencia con la hipoteca con tal de que él cumpliese sus sueños.

Quince años después, la hipoteca estaba pagada (si, teníamos muy buenos sueldos) y mi novio había ido ascendiendo en su trabajo, llegando a ocupar un cargo importante dentro de la empresa. Ahora él cobraba casi el doble que yo, pero la hipoteca ya estaba liquidada, así que él se hacía cargo de las facturas y los gastos de la casa y yo podía recuperar un poco mi cuenta de ahorro, que había quedado a cero.

Un año más tarde, mi novio, después de más de 20 años de relación y de todo lo que habíamos vivido juntos, me dejó de un día para otro porque se había enamorado de la nueva secretaria de su compañero de trabajo (muy de película, sí).

Entonces llegó el momento de ver qué hacíamos con la casa. Le propuse venderla y que cada uno recuperase lo invertido, pero… ¿Cuál fue mi sorpresa? La casa seguía a nombre de su padre, la hipoteca se pagaba en una cuenta en la que él también figuraba y, por mucho que peleé y peleé, no tenía derecho a reclamar nada de lo que había allí dentro, pues todas las facturas y demás arreglos estaban a nombre de ellos dos.

Y así me quedé en la calle, después de haberme comido una hipoteca durante años, sin donde caerme muerta, por confiada.

Tranquilas, sigo buscando quien me ayude a demostrar que esa casa la pagué yo al 75%, pero al parecer mi ex suegro es un experto en estafas y lo tengo bastante crudo.

 

Escrito por Luna Purple, basado en la historia de una seguidora.

 (La autora puede o no compartir las opiniones y decisiones que toman las protagonistas).

Si tienes una historia interesante y quieres que Luna Purple te la ponga bonita, mándala a [email protected] o a [email protected]