Nota al lector: en el improbable caso de que no hayas visto todas las pelis Disney (desde la más viejuna, a la más reciente) te aconsejo que te prepares para una montaña de bonitos spoilers.

Todos, absolutamente todos, hemos crecido con el universo Disney, y me parece algo bueno. Por mucho que sean miles de personas las que a día de hoy culpen a la factoría de sus erróneas expectativas en cuanto al amor, lo cierto es que no solo son una fuente de transmisión de valores, sino que su magia es prácticamente universal. Lo que no voy a negar, por mucho que las adoremos y nos sepamos diálogos enteros de memoria a base de haber desgastado el cabezal del VHS toda nuestra infancia (yo aprendí a poner acentos gracias a los ratones de La Cenicienta, y me llevé el mayor chasco de mi vida cuando la volví a ver de mayor doblada al español peninsular), es que ahora, con la distancia y la evolución de nuestra sociedad, las historias se ven un poquito diferentes.

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De base, el tópico de la princesa Disney que siempre acaba con un beso del príncipe está implantado en nuestros cerebros, como si por fuerza ya pensásemos que en la vida real las historias siempre han de acabar igual. Independientemente de que la película fuese de los años 50 o de los 80 (¡como si con siete años una fuese a notar la diferencia!), y dejando los films de animalitos de lado, parece que el destino de una mujer fuese conocer al hombre ideal y en lo que venía siendo un relativamente corto noviazgo, acabar felices para siempre. Claro, que cuando te haces mayor y ves que la realidad dista mucho de las películas con las que creciste, parece que te desencantas.

Sin embargo, voy a romper una lanza en favor de la evolución de las películas Disney y ahora os explicaré detalladamente el porqué. Para empezar, me parece un error desprenderse de toda la magia que estos films siempre han contagiado; creer en los cuentos felices hace a uno menos irónico ante la vida. Ahora bien, si vamos a pensar que porque llegue un guaperas de reluciente dentadura eso nos va a salvar de todos los males, apañados vamos. Recapitulando, eso mismo era lo que pasaba con las primeras princesas Disney:

A finales de los años 30 teníamos a Blancanieves, a quien le viene un tío que no conoce de nada, que no sale en la historia hasta el final, y la besa, salvándola (que digo yo, invítala a un café después ¿no?); La Cenicienta, inaugurando los 50, es más de lo mismo. Una chica cuya horrorosa vida va a mejorar pasando porque un príncipe se enamore de ella y se la lleve al castillo. Cierra esa década La Bella Durmiente, quien, al menos, se da un paseito y canta una canción con el príncipe antes, que algo es algo. Blancanieves, Cenicienta y Aurora son las tres princesas por excelencia, jóvenes completamente correctas y hasta normales (o casi) cuya vida amargada, casualmente por la figura de otra mujer más amargada aún -la reina, la madrastra, la bruja mala-, hará que todo acabe bien cuando entre en escena el príncipe de brillante armadura.

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Aunque el final tire más o menos por la misma línea que estas historias míticas, algo cambia en los filmes Disney de los 90, que según los expertos son considerados como la segunda era dorada de la factoría, dividida en dos etapas: la primera tiene como buques insignia La Sirenita. La bella y la bestia y Aladdin (sin olvidarnos de su mayor éxito del siglo XX, El Rey León, que por razones obvias vamos a obviar aquí), y la segunda lleva los nombres de Pocahontas, El jorobado de Notre Damme, Hércules y Mulán. En los 90 las mujeres Disney se empiezan a sexualizar, tienen más capas, poseen sueños y expectativas a cumplir, más allá de quejarse y esperar que alguien las venga a rescatar. Ariel tiene un sueño claro, Bella es la rara del pueblo porque le gusta leer y Jasmine, en un giro de los eventos, es la princesa que decide acabar la película con alguien que no es de la realeza (ni ha de serlo). En estos casos triunfa el amor verdadero, sí, y aunque sigan siendo tópicos, al menos la pareja en cuestión se ha ido conociendo a lo largo de la película, lo que nos deja a millones de años luz de las primeras “relaciones” Disney.

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La segunda etapa se caracteriza por mujeres mucho más fuertes e independientes, los roles femeninos tienen un carácter menos carca y más actual, que saben usar sus armas y son seguras de sí mismas: Pocahontas decide renunciar al hombre que ama y anteponer su familia, Esmeralda es consciente como mujer de su cuerpo y lo emplea a su favor, Mulán es la guerrera que salva al hombre de la película más de una y de dos veces, y Megara, la chica individualista que se niega a enamorarse de Hércules, es un personaje que se saca solita las castañas del fuego. De todas formas, estos personajes aún distan de la figura ideal de mujer a representar porque, sin ir más lejos, Megara, la que parecía la más «pasota» de las chicas fuertes, en verdad es así porque un hombre le ha hecho daño en el pasado (de nuevo, todo alrededor de los hombres). No sé si este dato es vox populi, pero estos films, sobre todo Pocahontas, fueron lo que se considera a estándares de la factoría un fracaso en taquilla, y siempre se ha achacado este hecho a que no cumplían con los estereotipos a los que el público Disney estaba acostumbrado (sin ir más lejos, se tuvo que recurrir al hombrezuelo en taparrabos saltando por la jungla para recuperar la hegemonía).


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Lo único destacable de la caída en picado de Disney de la primera década del siglo XX, época en la que no acabó de encontrar una fórmula para continuar siendo fieles a sí mismos en un mundo de animación completamente dominado por las siempre geniales cintas Pixar, fue cuando vieron que la fórmula del éxito pasaría por reírse de sí mismos. Y llegó Encantada, esa versión en carne y hueso interpretada por Amy Adams en la que se tuvo la genial idea de trasladar el mundo animado de princesas al mundo real contemporáneo para demostrar que estaba obsoleto. La película mantiene igualmente sus raciones de magia y finales felices, pero aún así da la pista para abrir la nueva puerta al Disney de los últimos años: las princesas no necesitan un príncipe, las princesas puede rescatar al príncipe (y no a la inversa).

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Porque también hay que reflexionar sobre el hecho de que que haya una historia de amor no significa directamente que tenga que ser sexista; opinar eso sería irreal y radical. Las películas Disney de los últimos tiempos ofrecen un doble juego, la cara de la princesa Rapunzel , una chica fuerte que vive una historia de amor, pero paralela a su búsqueda de la identidad. En Enredados, ella lo salva a él al final y el beso, para más inri, lo da siendo ya una chica morena de pelo cortito -en contraposición a la principesca melena dorada- con un simple «ladrón».

Mérida, la protagonista de Brave, ni siquiera tiene una subtrama de amor, más que el amor por su propia madre. De hecho, el punto de partida de la historia es que luche por su propio poder de decisión. Brillante es el reciente caso del superéxito Frozen, donde no dudan en reírse de sus orígenes en los que el príncipe y la princesa cantan a dúo y automáticamente pasan a querer casarse. El giro final, y en consecuente el sustento de todo el film, pasa por transmitir dos grandes principios: hay que ser uno mismo, aunque ser consciente también de que para ello hay que lidiar con estar y ser aceptado por la sociedad -está genial ser uno mismo pero es mejor si no se hace aislado y lejos de los que te quieren- (Elsa primero acepta quién es en su archifamosa ya Let it go, para acabar siendo aceptada por todo el reino por lo que es), y lo más rompedor del film; que para salvarse, no siempre es necesario un beso de amor verdadero de un príncipe. En Frozen el amor es fraternal, y si hay historia de amor secundaria, ¡bienvenida sea! Siempre y cuando quede claro que la elección que hace la protagonista entre besar a un hombre o salvar la vida de su hermana, es la que le va a procurar la ración de amor verdadero necesaria. Curiosamente, ese mismo gesto fue la gran (y única, diría yo) baza de la Maléfica de Angelina Jolie: el amor de una figura maternal a través de un beso es el que despierta a Aurora, y no el beso insulso de un mocete rubiales recién conocido en el bosque.

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Están cambiando las cosas, es más que obvio. Pero, ¿es suficiente? Sin duda, estos nuevos roles son muy valiosos, pero aún así queda mucho camino por recorrer, empezando por tratar al espectador del mismo modo. Con esto quiero decir que está genial traspasar estas imágenes femeninas a las niñas para que se puedan ver reflejadas, pero no acaba de ser una jugada redonda si se siguen haciendo distinciones a la hora de crear -estratégicamente hablando desde el punto de vista del marketing- filmes para niños (Rompe Ralph, Big Hero 6) y films para niñas (Frozen). Cuando ambos, niños y niñas por igual, consigan ver modelos actuales con valores que sirvan para ambos, cuando la igualdad en el trato se refleje tanto en el príncipe como en la princesa y ello no llegue a ser noticia, es que entonces las cosas habrán realmente cambiado. De momento, yo me quito el sombrero. Tanto niños como adultos compartimos a ilusión delante de una buena película Disney y eso, le pese a quien le pese, es la esencia de la magia que siempre han querido transmitir.