Llevaba un tiempo fuera del pozo de la post-ruptura cuando, en un arranque de positividad, decidí que era hora de salir de fiesta y dejar que mis penas se quedaran muertas del asco en mi cama. Así que me enzorré pa’ sentirme sensualona y salí a emborracharme porque coño, me lo merecía.
Por primera vez estaba dispuesta a comérmelo todo. Quería perrear como todo lo que se moviera. Quería echar un polvazo de esos que terminan con un “gracias por tu servicio a la comunidad, ahí tienes la puerta”. Quería hacer lo que me saliera del coño. Y no era la única.
Al entrar, un amigo mío (al que también habían abandonado) me cogió por banda y empezó a bailarme como no lo había hecho en su vida. Del perreo que se gastaba y la fricción pantalón con pantalón, íbamos a salir ardiendo todos. De tanto roce me puse más caliente que el palo de un churrero y mi mente empezó a divagar:
“Joder, sería perfecto, ¿no? Nos conocemos pero no somos íntimos, estamos borrachísimos…Además, así nos ayudamos el uno al otro. Son todo ventajas”.
Todo lógico, ¿verdad? Pues no.
En uno de esos momentos en los que me arrimó cebolleta, lo cogí de la camiseta y le morreé como si no hubiera un mañana. El alcohol y mi chumino tenían el control, ya no había marcha atrás. Nos liamos sucio en la discoteca. La gente nos miraba incómoda, con esa cara de “idos a una casa ya”. Me dijo de ir a su piso y a mí me faltó tiempo pa’ gritar SÍ. Nuestros amigos miraban la escena como quien ve Sálvame: sabían que no estaba bien, pero no podían parar de mirar.
Al llegar a su casa, tardamos cinco segundos en desnudarnos, dispuestos a todo. “Joder el tamaño que gasta” fue lo primero que pensé. En un abrir y cerrar de ojos, yo ya estaba montándolo como quien se sube a un toro mecánico. Estaba siendo un polvo sucio, guarro, directo. Sin caricias, sin miraditas, sin nada. Me agarró del cuello, le arañé la espalda…La cosa iba de puta madre.
Entonces, justo en el momento anterior a la catarsis, cuando estábamos a punto de tocar el cielo con los dedos…dijo el nombre de su ex y se echó a llorar sin parar de follarme.
Ahí estaba él, llorando y moqueándome entera, repitiendo el nombre de su ex como si solo se pudiera correr así. Ahí estaba yo, con las piernas al laíto de la cara y el orgasmo más lejos que nunca, sin creerme nada. Le pedí que parase, porque la ópera había terminado y yo, la gorda, no iba a salir a cantar por mucho que él siguiera.
Empezó a sonarse los mocos y a pedirme perdón. Mi mirada iba de la pila de ropa a la puerta buscando el momento perfecto para irme. Me preguntó llorando que por qué lo había dejado, si ella era el amor de su vida. Yo lo consolaba diciéndole todos los clichés que se me ocurrían, intentando tapármelo todo en un intento de recuperar mi dignidad.
Acabó quedándose dormido acurrucado a la almohada, yo me vestí más rápido que un ninja y salí pitando de allí.
Y al final, como con Voldemort, esa noche pasó a ser conocida como “la que no debe ser nombrada”.
Anónimo
