CONVIVIENDO CON CENCERROS

Muchas veces leo las historias que contáis en las que tenéis compañeros de piso normales, o compañeros que terminan siendo amigos, ¡o incluso parejas! Y me dais una envidia que te cagas.

Por suerte para mí, solo me ha tocado compartir piso por tres años. Tres pisos diferentes.

Pero una de dos: o todos los locos vienen a mí, o la que está como una cabra soy yo, porque esto no ha sido ni medio normal.

Empezamos con el chino José. Es todo lo que sé de él, y porque me lo contó la casera. Se llamaba José y, aunque había nacido en Reino Unido, era de ascendencia china. Convivimos 6 meses juntos por lo visto. Aunque no me enteré de que había nadie más en casa hasta que se marchó. No tenia un triste vaso en la cocina, ni una botella de leche en la nevera, ni una toalla en el baño. Y nunca le oímos en casa hasta que casi nos incendia la cocina a las 6 de la mañana.

No se cómo se las ingenió, pero le prendió fuego a la tostadora. Literal. En llamas. Y en vez de apagarlo, o de avisarnos a las demás personas de la casa, o de llamar a los bomberos si me apuras, se quedó ahí, grabando con el móvil.

Por suerte, mi otra compañera se encargó rápidamente del fuego, y el tema no pasó a mayores. Del chino José nunca volvimos a saber nada.

Le sustituyo la italiana Chiara.

Creo que fue la peor de todas. Estaba mal de verdad.

Un día volvías a casa y te la encontrabas desnuda haciendo collares de macarrones en el sofá, y al día siguiente estaba gritándole a tu puerta a las 4 de la mañana porque querías matarla.

La policía tuvo que intervenir varias veces, pero como de alguna manera conseguía pasar todas las valoraciones psicológicas que le hacían, nunca le pasó nada.

6 meses más duré en esa casa. Y así, llegamos a la casa número dos.

Ahí conviví con Compañera número 1, Compañera número 2 y Compañera número 3.

De las Número 1 y la Número 2 no sé nada. N-A-D-A. El primer día, cuando me mudé, las vi en la cocina comiendo. Entré, me presenté, y les dije que me había mudado a la habitación de arriba. Ellas se miraron, cogieron su plato y se marcharon a su habitación. Esto se repitió todas y cada una de las veces que me crucé con ellas durante un año.

¿Serían camareras, abogadas, miembros de la mafia rusa? Al menos tenía la tranquilidad de que no eran asesinas en serie, ya que nunca saludaban.

Con la Número 3 solo hablé dos veces: en mi segundo día en la casa cuando me dijo que comprase mi propia sal, que le faltaban 3 gramos de su bote. La segunda, cuando me dijo que no usara la bañera porque le había hecho un boquete con el tacón del zapato sin querer. ¿Qué narices estaba haciendo en la bañera para hacerle un boquete con un tacón de aguja? Nunca lo sabremos.

Al final, supe de toda su vida, obra y milagros porque su madre vino de visita y, aunque a número 3 le gustaba encerrarse en su cuarto, su madre hablaba hasta por los codos y me esperaba a cenar todos los días.

Bien pensado esa casa no estaba tan mal, nadie me molestaba ni nada, pero me sentía sola.

Me cansé de cuchitriles y decidí invertir un poco más en una casa decente. Si me la pasaba encerrada sola, al menos que fuera bonita.

Y alquilé un apartamento muy bonito con dos habitaciones a compartir con Amira. Los primeros días, hablando con ella, parecía muy maja. O no.

Era de Dubai, o de Irán, o de Jordania, o de Manchester. Según le daba el aire, iba cambiando. Me dijo que había nacido en, al menos, siete países distintos. Lo mismo con lo que estudiaba o con donde trabajaba. Según el día, me contaba una historia diferente. Y todos y cada uno de los días alguien la acosaba en el metro y le tocaba cambiar varias veces de tren para evitarles.

Lo peor era la puta costumbre que tenía de meterse en mi cama cada dos por tres porque no le gustaba dormir sola. Igual le daba que estuviera yo durmiendo sola o acompañada. Abría la puerta y, sin preguntar, se metía en la cama.

La gota que colmó el vaso fue cuando puse un candado en mi puerta, y la aporreaba cada vez que quería entrar a dormir, a mirarse en el espejo, o simplemente a hablar y no la dejaba.

Menos mal que para aquel entonces yo ya había conocido a mi pareja, y entre los dos podíamos alquilar algo para nosotros solos. Pequeño y cutre a morir, pero al menos sin cencerros pululando por ahí.

Andrea.